martes, 17 de mayo de 2011

Armamento medieval: Los escudos II: El pavés

Ballestero tensando la verga de su arma con el cranequín tras la protección que le brinda el pavés. Sin esa especie de tapia lignaria portátil, lo convertirían en un acerico en menos que canta un gallo


Cuando hablamos de la ballesta, ya se comentó que su lentitud de recarga dejaba a los ballesteros indefensos mientras duraba todo el proceso de la misma, especialmente cuando se trataba de ballestas de cranequín y de torno que requerían bastante tiempo para armarlas. En campo abierto debían ser protegidos por la infantería para no ser barridos por las cargas de caballos coraza del enemigo y, cuando asediaban una fortificación, debían contar con una protección que les permitiera recargar sus armas sin recibir mientras tanto un virotazo disparado desde la muralla. Para ambas circunstancias se creó el pavés.

El pavés era un escudo grande y pesado. Su génesis tuvo lugar a raíz de la batalla de Crêzy (26 de agosto de 1346), en el contexto de la Guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia. En dicha batalla, los 6.000 ballesteros genoveses contratados por el rey francés fueron literalmente aniquilados por las flechas disparadas por los arcos largos del ejército inglés. En Crêzy quedó clara la manifiesta indefensión de las unidades de ballesteros en las batallas campales, lo que hizo preciso la adopción de un escudo lo suficientemente grande y sólido como para permitirles guarecerse tras ellos mientras recargaban sus armas. En la conocida ilustración de Froissart que vemos a la izquierda, un ballestero situado en primer término voltea a toda prisa el torno recargando su arma mientras unos arqueros le apuntan. Obviamente, se trata de una obra poco realista, pero al menos deja patente la indefensión en que se veían los ballesteros en los campos de batalla.

Cómo se ve en la lámina de la derecha, era una pieza cuadrada o trapezoidal, generalmente con un saliente longitudinal para facilitar su empuñe. En su base va provisto de una pica para clavarlo en el suelo. En su parte superior lleva un travesaño de metal para hacer de tope si fuese necesario apuntalarlo con una estaca en caso de que el suelo no fuese lo suficientemente compacto como para permitir que, solo con la pica, se mantuviese erguido, o bien cuando en los asedios se adoptaban posiciones estáticas. Las dos correas situadas en los lados eran para transportarlos a la espalda, de la misma forma que una mochila. En el centro, una sólida empuñadura formada por dos cordeles trenzados permitía al ballestero ponerlo en posición. Pero, además de ofrecer protección contra los proyectiles enemigos, el pavés podía defender a sus usuarios de las terroríficas cargas de caballos coraza en una época en que, siendo ya el ocaso de la caballería como arma definitiva, aún eran lo bastante demoledoras como para poner en fuga a ejércitos enteros si la línea flaqueaba.

Su decoración solía consistir en los colores del señor, orden militar o concejo al que servían los ballesteros, o bien con los de la compañía a la que pertenecían en caso de ser mercenarios, si bien se conservan ejemplares primorosamente decorados con motivos religiosos o escudos de armas de la realeza. En la lámina de la izquierda vemos otro tipo, éste de forma trapezoidal, dotado de una nervadura longitudinal rematada por un saliente donde se alojaría el puntal de refuerzo que muestra la imagen. Los brazales y la manija de empuñe serían como en el modelo anterior. La vida operativa del pavés duró lo que la presencia de ballesteros en el campo de batalla. Cuando los arcabuces y mosquetes sustituyeron a las ballestas, en lo que los ejércitos hispanos fueron pioneros en Europa, los paveses acabaron arrumbados en las armerías junto a estas. Ello tuvo lugar a mediados del siglo XVI.

Hale, he dicho

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