lunes, 29 de agosto de 2011

Mitos y leyendas: La arrolladora e invencible caballería



Siempre se ha tenido de la caballería una imagen de algo así como de "arma de destrucción masiva". Cuando se habla de una carga se nos viene a la mente por norma la imagen cuasi apocalíptica de una imparable masa capaz de arrollarlo todo a su paso. Sin embargo su papel decisivo en los campos de batalla no lo fue tanto como se piensa y, en algunos casos, incluso irrelevante. Veamos el por qué...

El caballo, ese animalito tan unido al hombre desde los tiempos más remotos, fue usado con fines militares desde que se pierde en la memoria del tiempo. Le daba al guerrero movilidad, rapidez en los desplazamientos, le evitaba cansarse durante las largas marchas y, ya en combate, le proporcionaba cierta ventaja al permitirle luchar desde una posición dominante. Ya en los tiempos antiguos, léase antes de los siglos de Cristo, el caballo era utilizado, bien para servir de montura a un jinete, o bien para tirar de los carros de guerra, generalmente usados por los pueblos orientales. Pero ciñéndonos a la época que nos ocupa, el concepto de la caballería como arma decisiva no se puede afirmar que se debiera en sí mismo a su potencia de choque, sino a otra serie de factores, a saber:

1: Como ya se ha explicado en anteriores entradas, la infantería de los ejércitos medievales estaba formada en su inmensa mayoría por milicianos y peones no profesionales. Y, mira por donde, los únicos profesionales de la guerra iban a caballo. Como cabe suponer, un labriego o artesano sacado de sus quehaceres diarios que, armado de mala manera  y sin apenas preparación militar, se veía venir encima unos centenares de jinetes armados de punta en blanco y cabalgando sobre enormes bridones, debía ser una visión algo más que terrorífica. Véase ilustración de cabecera. Acojona, ¿eh?

2: El impacto psicológico que ejercía sobre estos hombres era abrumador. Su situación era complicada en el campo de batalla: sabía que su vida no valía ni lo que una boñiga de los carísimos caballos de batalla del enemigo, sabía que estaba mucho mejor armado que él, y sabía que era infinitamente más diestro en el uso de las armas.


¿Qué consecuencia tenía esto? Pues una desbandada generalizada. Y de eso se aprovechaba la caballería para barrerlos literalmente del campo de batalla. ¿Y por qué? Pues muy sencillo: el caballo, por naturaleza, no tiene el más mínimo interés en chocar contra un obstáculo. Sus cerebros dan de sí lo suficiente para saber que su integridad peligra. Los humanos lo han adiestrado para hacer caso omiso del estruendo de la batalla, de los gritos, incluso de los estampidos de las armas de fuego. Pero galopar contra un obstáculo para que choque con él se sale de sus parámetros. Así pues, si un cuadro de infantería eran capaz de soportar la presión psicológica y el indudable miedo que producía la visión de una carga avanzando hacia ellos y mantenían las filas cerradas, la carga no tenía éxito. Solo cuando los caballos podían infiltrarse entre las filas de infantes es cuando sus efectos eran demoledores, y sus jinetes, repartiendo espadazos a diestro y siniestro, diezmaban en cuestión de minutos una mesnada formada por varios centenares de hombres.


Así pues, vemos que el mito de la invencibilidad de la caballería nació, no por su efectividad en sí misma, sino como consecuencia de la escasa o nula preparación de la infantería que, aterrorizada, optaba por dar media vuelta y escapar como fuera de una muerte segura. Sin embargo, a medida que los ejércitos medievales se fueron profesionalizando y la infantería retomó los conceptos tácticos del mundo antiguo (como la falange macedónica o la legión romana), o unidades de miles de arqueros tomaron la iniciativa en los campos de batalla, la pugna caballería vs. infantería fue tomando otro cariz. Ya no hablamos de campesinos convertidos en soldados de circunstancias, sino de hombres que había convertido la milicia en un oficio, y no salían corriendo a las primeras de cambio. Se empieza a crear un "espíritu de cuerpo" en el que el infante se siente apoyado por sus camaradas, formando parte de un todo, y sabedor de que la victoria o la derrota dependen de la acción de la unidad en bloque, no de comportamientos aislados. Resumiendo: si la caballería encontraba entre las filas de la infantería resquicios por donde colarse, la victoria estaba asegurada. Pero si los cuadros no se descomponían y resistían hasta el contacto, la carga no había servido para nada. Los caballos reculaban por mucho que sus jinetes los acicateasen, y las armas enastadas de los infantes mataban a los animales y descabalgaban a los jinetes, acabando con ellos.


De esa forma, la infantería volvió a ser "la reina de las batallas", y la caballería fue perdiendo progresivamente su papel de arma decisiva. El mejor ejemplo de esa metamorfosis lo tenemos en los Tercios españoles, de los que ya hemos hablado alguna que otra vez. Su distribución táctica en los campos de batalla, formando cuadros literalmente erizados de picas, hacíainservible contra ellos una carga. Desde aquel momento, solo la infantería podía derrotar a la infantería. Eso no quiere decir que la caballería desapareciera de los ejércitos. De hecho, su intervención fue decisiva en más de una batalla y en más de dos. Pero ya como parte de un todo y supeditada a una estrategia global, y no como base de dicha estrategia ni como la elitista y demoledora arma que había sido en la Edad Media, cuando su mera presencia en el campo de batalla bastaba a veces para que el enemigo cediera el campo incluso sin combatir.

En todo caso, estas unidades aún perduraron hasta épocas tan recientes como la Segunda Guerra Mundial. Recordemos la absurda y heroica carga de la Brigada Pomorska del ejército polaco, o la del Regimiento Saboya italiano en el frente ruso. De hecho, ya en la Gran Guerra se disolvieron multitud de unidades de caballería en el momento en que la infantería optó por enterrase en trincheras, y sus miembros pasaron, a pesar de conservar los gloriosos nombres de sus unidades, a combatir a pie. Por poner un ejemplo curioso: el celebérrimo Manfred von Richthofen, más conocido como el Barón Rojo, tenía el grado de "rittmeister", o sea, capitán de caballería (el grado de los capitanes de infantería, artillería, etc. era hauptmann), por haber servido en un regimiento de ulanos antes de trocar su montura de carne y hueso por otra de madera y tela dotada de alas, como si de un moderno Pegaso se tratase.

Concluyo con una secuencia de una peli bastante desconocida en España titulada "Coronel Chabert", en la que se recrea la carga llevada a cabo por el ejército francés en la batalla de Eylau, en febrero de 1807, y que fue la más masiva de la historia: nada menos que unos 11.000 efectivos que no sirvieron para lograr otra cosa que una ordenada retirada del ejército ruso. En todo caso, nos vale para hacernos una clara idea de lo que debía ver y sentir la infantería cuando se veía venir encima una carga. Resistir esa visión sin inmutarse debía requerir unas dosis de testiculina bestiales, digo yo. Hala, ha dicho.