sábado, 10 de diciembre de 2011

Armamento del mundo antiguo: La temible falcata 2ª parte




Prosigamos con esta peculiar arma...

En esta entrada, concretaremos algunas cosas referentes a su morfología y elaboración.

Manufactura: Fue Filón de Bizancio (c.280 a.C.- c.220 a.C.), el que más detalles nos legó en este sentido. Hay que especificar que Filón se refería a la técnica usada para las espadas en general, no las falcatas en concreto. En todo caso, cabe suponer que dicha tecnología se aplicaba indistintamente a cualquier espada, fuera cual fuese su morfología. Además, creo que conviene concretar algunos detalles que han dado pie a ciertos mitos y errores comúnmente difundidos y tomados como absolutamente ciertos. Ante todo, no dice que

 "...para probar si son buenas, toman la empuñadura con la mano derecha y la punta con la izquierda, poniéndola en posición horizontal sobre la cabeza. Entonces empujan hacia abajo por los extremos hasta que estos tocan los hombros tras lo cual, la sueltan bruscamente. Una vez que la espada se endereza no muestra ninguna clase de distorsión."

Esto hace pensar que era un tratamiento previo al templado del arma tanto en cuanto una hoja tan flexible no es precisamente la más adecuada para clavar. Supongo pues que, con esto, Filón se refería a una preparación previa del metal ya que a continuación añade

"Ello es debido a que el hierro (o sea, aún no ha sido templada la hoja) es extraordinariamente puro, y se trabaja más adelante con el fuego de manera que no contenga ningún defecto."

Finalmente, añade un detalle en lo referente a la forja que ha hecho pensar a más de uno que la hoja se componía de tres capas de metal unidas mediante forjado, cuando en realidad lo que hacían era obtener una hoja con diferentes grados de dureza. Dice así:

"La espada debe ser flexible al estar compuesta por tres capas: dos duras y una blanda en el centro."

Esta técnica era habitual en el forjado de las espadas de la Edad Media, ya que un núcleo blando daba flexibilidad a la hoja, mientras que una superficie dura permitía una buena capacidad de corte y clavada sin perder el filo. O sea, que nada de tres láminas unidas a martillazos, sino más bien una sola lámina de metal adecuadamente tratada para conseguir una superficie dura (filo más cortante y duradero) y un núcleo blando (más flexibilidad en la hoja, lo que impedía que saltase como el cristal al golpear). Además, el elevado nivel tecnológico de los armeros iberos llegaba al extremo de proporcionar a sus hojas un reparto del nivel de carbono tan equilibrado que, aún hoy día, sería complicado de lograr aun disponiendo de la más moderna tecnología, empezando con un 0,4% en  los filos y decreciendo progresivamente hasta el núcleo de la hoja, donde simplemente no habría presencia de carbono. Para la obtención del hierro, según apunta Diodoro Sículo (c. siglo I a.C.), "...entierran la hoja de hierro hasta que el óxido ha destruido la parte débil del metal, manteniendo así la parte más sólida del mismo. Con este hierro, ellos producen excelentes espadas y otras armas de guerra."

Otro elemento característico de estas armas eran sus acanaladuras, para cuya elaboración se requería un profundo conocimiento de la metalurgia si bien, por desgracia, aún no se han realizado estudios al respecto que nos permitan conocer a fondo como las hacían. Básicamente, se puede decir que su distribución en la hoja era la siguiente: partiendo de la empuñadura, se alargaban hasta aproximadamente unos 15 cm. de la punta, bien paralelas o bien convergentes hacia el extremo, y en un número y sección variables, habiéndose estudiado distintas combinaciones: con el perfil en U, en V, plano, todas iguales o combinadas, y en una cantidad a veces de siete o más. Al parecer, este complicado trabajo no se llevaba a cabo mediante la forma tradicional, que era a base de forja y martilleado hasta darle forma, sino marcándolas en caliente para luego, una vez templada la hoja, darles su forma definitiva. Este elevado número de estrías, cuestiones estéticas aparte, quizás fueran imperiosamente necesarias para darle a la hoja la rigidez necesaria. Ya vimos que Filón hablaba de unas hojas que, antes del templado, tenían una flexibilidad sorprendente. Por otro lado, venían bastante bien para aligerarlas de peso y aumentar de forma significativa su resistencia a la hora de golpear.

En cualquier caso, es obvio que se trataba de un tratamiento bastante elaborado, lo cual conllevaría un aumento notable en el costo de elaboración del arma, por lo que cabe suponer que en el número y tipo de acanaladuras también entraba en juego el poder adquisitivo del futuro propietario, ya que en algunos casos incluso iban provistas de incrustaciones de plata.

En cuanto a la hoja, esta era enteriza, o sea, incluía la empuñadura formando una sola pieza con el conjunto. Esto le daba una resistencia muy superior sobre el tradicional método de espiga, logrando de ese modo un conjunto muy robusto. Su apariencia sería como la que vemos en la foto de la derecha, procedente de una réplica de una de estas armas. Las guarniciones y adornos eran añadidos a posteriori y siempre, como está mandado, conforme a los gustos y poder adquisitivo del dueño.

Sus empuñaduras, como ya se anticipó en la entrada anterior, iban encaminadas a permitir un sólido agarre e impedir que el arma, debido a la gran energía cinética que desarrollaban durante el golpe, saliera despedida de la mano. Además, la curvatura, que como veremos a continuación llegaba incluso a cerrarla por completo, suponía una eficaz defensa para los dedos del que la empuñaba, de forma similar a la de los sables fabricados siglos después.

En el ejemplar mostrado arriba a la izquierda tenemos el modelo más primitivo, con la empuñadura abierta y el pomo en forma de cabeza de pájaro. Los dos siguientes, conservando la misma morfología en el pomo, se van cerrando y quedan unidos a la guarda mediante una cadenilla. La decoración se compone de formas geométricas que, en algunos casos, eran incrustaciones en plata.

En el centro aparecen dos tipologías posteriores, en forma de cabeza de caballo y, en la fila inferior, evoluciones de dicha tipología con la empuñadura cerrada con cadenilla y, la más tardía, con una barra. También era habitual una decoración a base de ángulos correlativos, a modo de dientes triangulares. En cuanto a las cachas, se supone que estaban fabricadas con hueso, asta o metal, en dos mitades unidas a la empuñadura mediante remaches pasantes.

Las vainas, como es lógico, no han llegado a nosotros por estar fabricadas con materiales perecederos. Es de suponer que estaban hechas con cuero y/o madera. Pero las guarniciones de las mismas sí se han conservado rodeando las hojas de las espadas que han aparecido en diferentes ajuares funerarios, lo que nos permite deducir ciertas cosas, a saber: como se ve en la foto de la derecha, dos abrazaderas metálicas reforzaban la unión entre las dos mitades de la vaina, y mediante las argollas que aparecen en la imagen, quedaba colgada de un tahalí que pendía del hombro, quedando el arma en posición horizontal y con el filo hacia abajo. En algunos casos se han encontrado espadas cuyas vainas iban además provistas de un brocal y una contera metálicos, así como de un alojamiento para uno o dos cuchillos, o incluso moharras de lanza. Una especie de "kit de combate" de la Edad de Hierro, vaya.

Para terminar, comentar algo sobre sus efectos. De entrada, su superior calidad ya causó tal estupor entre los romanos que estos, gente ante todo pragmática, pusieron especial empeño en igualarla, si bien, como denota Suidas (c. siglo X d.C.), "...adoptaron la forma (se refiere obviamente a la espada corta en este caso), pero no la calidad del hierro, del que nunca consiguieron llegar a una réplica exacta". Y en cuanto a su devastadora eficacia, basta leer un fragmento de la obra de Séneca "DE BENEFICIS", en el que un veterano de la guerra civil le dice a César:

"No me sorprende que no me reconozcas. La última vez que nos vimos yo estaba sano, pero en la batalla de Munda perdí un ojo y me rompieron todos los huesos del cuerpo. Tampoco podrías reconocer mi yelmo si lo vieras, porque fue golpeado por una machaira hispana".

O sea, una falcata. Hay que hacer constar que, en la época de César, las galeas del ejército romano estaban fabricadas de bronce (ya dedicaré una entrada a las galeas, tranquilos), pero, a pesar de ello, no deja de ser relevante la abrumadora contundencia de estas armas, capaces de hendir sin problemas un pesado yelmo de bronce y el cráneo del señor que vivía debajo el yelmo. Esto lo corrobora Diodoro Sículo cuando afirma que "...no había yelmo, escudo o hueso que resistiera su impacto."

Finalmente, concretar que su vida operativa fue muy larga, datándose los ejemplares hallados más antiguos allá por el siglo V a.C., lo que no quiere decir que no los hubiera anteriores, hasta el siglo I a.C. Quizás fue la romanización de la Península lo que condenó a la desaparición a la falcata. En todo caso, aparte de su controvertido y oscuro origen, que sobre eso aún discuten y discutirán durante décadas los estudiosos de turno, la falcata se convirtió en el arma por excelencia de los iberos. Los textos clásicos resaltan además el elevadísimo nivel tecnológico alcanzado por los armeros hispanos, lo que debe hacer olvidar a más de uno la creencia de que los habitantes autóctonos de la Península eran poco menos que salvajes vestidos con pieles en plan Viriato de cierta serie televisiva que me niego a mencionar, y que su panoplia no armas no solo no tenía nada que envidiar a la de los pujantes romanos, sino que estos no tardaron en intentar imitarla. Y, de hecho, los iberos fueron cotizados guerreros elogiados tanto por los que los tuvieron por aliados como por sus enemigos.

Hale, he dicho