jueves, 11 de octubre de 2012

Pro Patrimonium: El Adefesio Pelli



INTROITO:

Aunque nunca hablo aquí de política, oficio vil y repulsivo donde los hubiere y a un nivel inferior al de las busconas y proxenetas, por desgracia a veces se implica con la Cultura. Así pues, comento:

De las muchas cosas que me repatean de nuestra villanesca clase política es de como, a pesar de considerarse a sí mismos como representantes del pueblo, hacen justo lo contrario de lo que pide el pueblo dándole varias higas lo que dice la gente. Y lo peor es que siempre se les llena la boca al mencionar la Cultura cuando, en realidad, son más bien incultos, zotes, ignorantes y bastante patéticos. 

Pero lo que aún me repatea más es que estos inopes mentales, con la complicidad de los "expertos" de turno que, bien untados para que digan sí a todo, vulneran de la forma más infame el patrimonio cultural y, encima, con la impunidad que les otorga su inexplicable aforamiento, privilegio éste más propio de repúblicas bananeras que otra cosa. O sea, que si los denuncias se van de rositas porque son los políticos, o sea, los de su misma casta, los que deben privar al perpetrador de su privilegio. 

Dicho esto,

PROCLAMO:



El anterior edil de la capital hispalense, el tal Monteseirín de nefasta memoria, hizo todo lo posible para dejar su huella en la milenaria ciudad. Dicha huella, en forma de las abominables setas (que tomó como un proyecto personal a pesar del clamor popular en contra del mismo) en un lugar tan emblemático como la plaza de la Encarnación, denota claramente no ya su nulo sentido de la estética, sino como la cabezonería del ignorante se impone gracias a su poder sobre el sentir del pueblo al que dice representar. Esta monstruosidad, que pueden ver en la foto de la izquierda, fue erigida tras años de polémica para, finalmente, ser un borrón indeleble en pleno centro de Sevilla. No contento con semejante perpetración, autorizó la construcción del Adefesio Pelli, también conocido como Torre Cajasol o Torre Pelli, en "honor" al arquitecto que diseñó el engendro. A raíz de las últimas elecciones municipales, el actual regidor Zoido pudo prometer y prometió paralizar las obras. Como siempre, las promesas de los políticos, y más en tiempo electoral, tienen el mismo valor que una moneda de plastilina así que, tras hacer el paripé para cubrir el expediente, las obras continuaron.

La todopoderosa banca le pondría las peras a cuarto al tal Zoido el cual, esclavo de las promesas que sí debe cumplir por la cuenta que le trae y que curiosamente jamás son las que hace al pueblo, permitió que el espantoso gigante de acero y cristal siguiera adelante. He aquí el espanto:






187 metros de altura, 40 plantas. Una abominación, una aberración, una villanía, un totem en honor a la estupidez supina, un poste falocrático que hace que ya no sea la cuasi milenaria Giralda el techo de Sevilla cuya altura, desde siempre, había sido protegida por una especie de pacto tácito a fin de que nada superase sus 98 metros y fuese la silueta de la añeja Yspal. Ahora, lo primero que ve el forastero que llega a Sevilla es esto:






La mierdecilla que se vislumbra dentro del óvalo blanco es la otrora altiva Giralda, el minarete construido en el último cuarto del siglo XII por el emir Abu Yaqqub y reciclado magistralmente en campanario cristiano por Hernán Ruiz a mediados del siglo XVI. La madre de todas las torres sevillanas se ve relegada a la condición de enana por obra y gracia de una clase política que mira siempre para donde le conviene, remedando de forma burda las abominables capitales tipo Nueva York, Hong Kong, etc., que parecen vasos llenos de palillos con tantos rascacielos cuya utilidad quedó patente el nefasto 11 de septiembre de 2001. Y esto es solo el comienzo, ya que el PGOU aprobado en 2006 contemplaba la edificación de otra serie de adefesios para hacer compañía al monstruo, convirtiendo la capital de la Andalucía en un patético remedo de las urbes de cemento y acero y despreciando su milenaria horizontalidad. 

Así pues, 

MALDIGO A:

estos villanos con poder capitán Álvaro de Ataide dixit ) , estos sujetos que solo se miran el ombligo, compadres de sus compadres, cuñados de sus cuñados, vividores del cuento, rastreros con el que puede más y tiránico con quien puede menos, lameculos de sí mismos, más dignos de patio de Monipodio que de despacho, príncipes de la estulticia, pontífices de la ignorancia, monarcas absolutos de la incuria, emperadores del latrocinio, adoradores del maletín de arcano contenido, estrategas de la corruptela, señaladores de dedo y señalados con el dedo, creadores de falsas Arcadias para los demás y de paraísos reales para ellos, cuentistas sin límites, falsarios redomados, enemigos de la verdad, hipócritas desde que nacen hasta que mueren, cicateros con lo propio y generosos con lo ajeno, consumidores insaciables de pólvora de rey, lacrimosos como caimanes, pirañas del privilegio, devoradores del dinero público, esfinges ante el dolor ajeno, favorecedores de sus pelotas y correveydiles, desconocedores de la dignidad y del honor, pasotas de la cosa pública, trincones a cuatro años vista, expoliadores voraces, lamesuelas de sus jefecillos, especialistas en el arte de donde dije digo digo Diego, perjuros de su condición de servidores públicos, veneradores del ordeno y mando y, en definitiva, todo lo bajo, rastrero, vil, abyecto, miserable, callanesco, bellaco, alevoso, mezquino, y aberrante que puede llegar a ser un humano.

Hale, he dicho...

Penurias guerreras





Al hilo de la entrada anterior, en la que se daba cumplida cuenta de lo desagradable que era el panorama durante los violentos cambios de impresiones de antaño entre dos ejércitos, esta irá dedicada a desmitificar un poco la visión que se suele tener de la forma de vida de los componentes de las huestes medievales. Vamos a ello sin más preludios...

Como ya sabemos, en la Edad Media no existían los ejércitos profesionales. Los que tenían por oficio la guerra, como caballeros y hombres de armas, debían buscarse las habichuelas poniéndose al servicio de un noble con medios económicos para formar su propia hueste cuando el rey lo requería. O sea, que servían al que les pagaba y, en muchos casos, incluso al moro. Recordemos como nuestro héroe nacional por antonomasia, Rodrigo Díaz, al que ya dediqué una entrada, se puso al servicio del emir de Zaragoza durante años. 

En cuanto a los peones, estos estaban obligados a servir quisieran o no en caso de tener que formar parte de una mesnada, bien de un noble, o de una jerarquía eclesiástica, o del concejo al que pertenecían. Por lo general, solo les proveían de armamento. No existía ningún tipo de uniformidad, ni iban todos cubiertos con la cota de armas con el blasón de su señor como sale en las películas, ni nada semejante. O sea, vestían con sus propias ropas y se protegían con el armamento defensivo habitual caso de poder permitirse el gasto que suponía. Debido a eso, eran muy pocos los peones que podían contar con lorigas, yelmos, etc. La consecuencia, ya podemos imaginarla: formaban parte del estamento que sufría más bajas tras la batalla. Pero previamente a la celebración de la escabechina de turno, el guerrero de oficio o por obligación no disfrutaba precisamente de un apacible paseo campestre. Veamos de qué iba la cosa...

LAS MARCHAS


En primer lugar debemos desterrar esa imagen tan difundida de un ejército caminando por mitad del campo. Los ejércitos se desplazaban por las antiguas vías romanas aún en uso o por las cañadas que permitían circular los carros con la impedimenta. Además, caminar sobre terrones o por un pedregal es agotador tanto para hombres como para caballos y acémilas, así que mejor nos olvidamos de los paseos rurales que solemos tener en el magín. El peón tenía que caminar una media de entre 20 y 30 Km. por etapa, dependiendo de las condiciones de los caminos y el clima. Va cargado con todo su equipo y suda la gota gorda porque las campañas comenzaban en primavera y duraban hasta la llegada del otoño. Va calzado con unas abarcas que procura adobar bien a base de tocino para que no le produzcan rozaduras ni ampollas. Un soldado con los pies estropeados va listo, así que intenta cuidar el calzado al máximo. Grupos de jinetes cubren la vanguardia y las costaneras (los flancos) de la columna para prevenir posibles ataques por sorpresa, más otro grupo que marcha a la zaga para recoger a los que se van quedando atrás debido al cansancio. La poca agua de que dispone la lleva en una calabaza a modo de cantimplora o en una bota de cuero, por lo que la bebe a una temperatura similar a la del caldo de puchero. La larga columna que avanza penosamente produce una nube de polvo visible a kilómetros de distancia, por lo que los componentes de la hueste respiran tierra mezclada con aire. No hay un curso de agua en leguas y leguas de distancia, así que no se puede refrescar y su mínima reserva de agua debe destinarla exclusivamente para beber. El sudor les produce dolorosas rozaduras con el metal, y los pies de los peones echan humo literalmente. Cuando el que manda la columna lo considera oportuno, ordena detenerse al personal para descansar un rato. Pero igual no hay un solo árbol donde buscar sombra, así que se cuecen a pleno sol para, tras reiniciar la marcha, sentir calambres mortíferos en las piernas.

Obviamente, un hombre caminando en solitario avanza a buen paso, a una media de unos 5 Km/h. si está en forma para poder mantener ese ritmo durante cinco o seis horas con una pausa cada hora. Pero la columna avanza mucho más despacio porque son cientos o miles de hombres que tienen que adaptar su paso a las posibilidades de los demás y al tren de pertrechos y bastimentos, y no se puede permitir que la formación se rompa. Con todo, muchos renuncian a seguir porque, simplemente, no pueden más. Si tras quedar rezagados no son capaces de unirse a la hueste cuando esta se detiene, tienen todas las papeletas para quedarse en el camino en caso de estar en territorio hostil, ya que los merodeadores del enemigo darán buena cuenta de ellos, o bien los lugareños deseosos de tomarse venganza. A media tarde, una avanzadilla se adelanta a la columna para buscar un lugar donde pernoctar, a ser posible con una fuente o río en las cercanías para reponer agua y para que los animales puedan beber (un caballo precisa de al menos unos 15 litros de agua al día). Pero igual no hay ríos, ni manantiales ni pozos, en cuyo caso el contenido de la calabaza deberá estirarse un día más. Por fin, con la caída de la tarde, la hueste se detiene.


EL CAMPAMENTO


La gente suele ver estos campamentos como algo medianamente organizado, con sus pabellones y tiendas de campaña. Pero no. Solo los caballeros y nobles disponen de estos contubernios porque, aparte de poder pagarlos, son los que disponen de animales o carros para su transporte. Los peones duermen al raso, envueltos en una manta burrera unos junto a otros para darse calor si refresca de noche, o bajo un rudimentario vivac fabricado a toda prisa con ramas para evitar que el rocío los empape, o hechos una sopa si le da por llover durante la noche. Los que peor lo pasan son los que, tras la caminata, son destinados a velar el sueño de sus compañeros, por lo que apenas podrán dormir esa noche. Los pajes y escuderos tampoco se van al catre nada más detenerse, ya que tienen que montar el pabellón de su señor, desensillar las monturas, proporcionarles forraje y, naturalmente atender al que sirven: desarmarlo, prepararle la cena, recoger leña, repasar el equipo, vigilar que nadie robe nada, etc. Vamos, que no son precisamente unas vacaciones. Tras el descanso, con el alba se levanta el campamento y comienza otra etapa tanto o más desagradable que la anterior por el cansancio acumulado. 

LA INTENDENCIA


Saqueando una casa
No existía. Cada hombre parte de casa con un zurrón donde lleva condumio para unos días, y a base de "productos no perecederos" a corto plazo: pan, queso, cecina, embutidos, salazones de pescado, cebollas y poco más. No es que sea una dieta mala en sí misma, pero requiere un gran consumo de agua por razones obvias, lo que le complica la existencia al personal en caso de no disponer del líquido elemento: la cecina, los salazones y los embutidos producen bastante sed, y el pan ya duro es necesario mojarlo para comerlo. Pero los problemas empezaban de verdad cuando el zurrón se vaciaba, ya que nadie se preocupaba de llevar provisiones para la tropa. Comenzaba la penuria de tener que "vivir sobre el terreno", penuria que empeoraba si el enemigo recurría a la táctica de la tierra quemada, no dejando durante su retirada nada aprovechable. Más de un poderoso ejército tuvo que dar media vuelta porque, simplemente, no tenían qué echarse a la boca. Con todo, si lograban dar con grano suficiente, se tenían que poner a molerlo ellos mismos y se fabricaban un rudimentario pan en forma de tortas que, al no disponer de horno, elaboraban poniendo la masa sobre una piedra plana colocada sobre una hoguera. Pero, ciertamente, para elaborar la masa hace falta agua, y seguimos escasos de ella.

Esta escasez daba lugar al pillaje, y partidas de peones al mando de algún caballero u hombre de armas se despegaban de la columna en busca de sustento en las alquerías que veían a lo lejos. Como cabe suponer, por mucho que encontraran era bien poca cosa para llenar los hambrientos buches de varios cientos o miles de hombres que, muy cabreados, tenían que comer lo primero que veían: raíces, bulbos silvestres, algún fruto... y seguimos sin agua porque el traidor enemigo ha envenenado el único pozo en varias leguas a la redonda tirando dentro el cadáver de un animal. Y varios que bebieron en un charco, al cabo de un par de horas se iban de vareta con una cagalera monumental, una fiebre de categoría y berrean como posesos del dolor de tripa que padecen, por lo que tienen que abandonarlos a su suerte. Y como se adentran cada vez más en territorio enemigo, están cada vez más expuestos a ataques repentinos llevados a cabo por caballería ligera que caen sobre la retaguardia, matan a los que pueden, roban las acémilas que el tiempo de tan rápida acción les permite, y desaparecen. Eso hace que la moral caiga a una velocidad preocupante, ya que tras varios días de marcha contabilizan varias bajas y aún no han visto siquiera el ejército enemigo, que los espera en un lugar ventajoso para ellos, descansados y deseosos de rebanarles el cuello. 


EL RETORNO


Caso de volver victoriosos, el camino de vuelta no es más agradable que el de ida. Pero los supervivientes caminan como más animadillos pensando en el reparto del botín. Esto del botín, "el rico botín" que tanto se habla, da a pensar que los ejércitos medievales iban a la guerra cargados de cofres con monedas y joyas. Pero, en realidad, el término correcto sería "el reparto del producto del botín". El botín eran las armas y bastimentos del enemigo. Eran sus caballos de batalla, sus mulas, sus carros. Eran los prisioneros de calidad por lo que se pediría rescate, o los que no tenían calidad pero podían ser vendidos como esclavos. Y, por supuesto, los escasos dineros y el ajuar que portasen los nobles y caballeros. Así pues, esa estampa de la soldadesca cargada de candelabros de oro, de collares de perlas (¿quién leches iba a la guerra con un collar de perlas?) o piedras preciosas, es completamente falsa. Sólo en caso de saquear una población de cierta importancia se podía echar mano a estos objetos, pero el saqueo de un campamento militar solo proporcionaba lo mencionado anteriormente, lo cual se cargaba en carros y se vendía al volver a casa, tras lo cual se procedía al reparto bajo un porcentaje en función de la categoría de cada cual que, generalmente, se pactaba antes de la partida. Naturalmente, del total se detraía previamente el diezmo de la Iglesia, porque si no se tenía contentito al clero uno iba al puñetero infierno, y el quinto real para mantenimiento del estado en la persona del rey que, en aquellos tiempos, eran la misma cosa. Con todo, el producto de un botín podía solucionarle la vida a un peón, que con el dinero obtenido podría comprar una mula, ropa nueva para la familia e incluso guardar algo por si las cosas venían chungas. En cuanto a los caballeros, pues les solucionaba poder renovar piezas de su equipo, o adquirir un nuevo caballo de batalla porque el bridón está ya tan agotado el pobre que no aguanta ni una carga de 50 metros.

Pero si uno ha sido derrotado, la vuelta es una cuestión sumamente desagradable. Solo, o en pequeños grupos, posiblemente con algún herido a cuestas, deben caminar campo a través, alejados de los caminos para que los merodeadores enemigos no los localicen y los liquiden o los hagan prisioneros. No llevan comida, y deben robar lo que pueden aprovechando la noche en las alquerías o poblados a los que se acercan con mucho cuidado, no sea que los descubran y acaben con las tripas fuera por un mendrugo. 


Si uno ha sido herido, ya describí el tema en la entrada anterior. Y si cae prisionero, pues sabe que tiene todas las papeletas para pasar el resto de sus días como esclavo, ya que su familia no puede pagar rescate por ellos, y para impedir fugas es posible que sea vendido en África, así que va listo. Lógicamente, esto se daría en caso de un cristiano en manos de la morisma. En el caso contrario, el moro iría a parar a manos de algún noble a currar de por vida. Y entre cristianos pues, como no podían esclavizarse, entonces tu vida valía aún menos e igual te colgaban de un árbol como aviso y escarmiento o, como hacían con los arqueros ingleses, que les cortaban los dedos índice y corazón de la mano derecha para dar término a su vida militar por la vía rápida y devolver a casa a un hombre con un miembro estropeado para siempre. O sea, un panorama muy poco alentador. 



FINIS GLORIÆ MVNDI
En fin, como hemos visto, la vida militar no era precisamente nada parecido a los hechos gloriosos y los laureles que suelen relatar las crónicas. Antes al contrario, era una experiencia penosa en la que el agotamiento, el hambre, el miedo y demás penurias acompañaban al combatiente desde principio a fin. La gloria se la llevaban los monarcas y la nobleza, pero el resto podían darse por satisfechos si volvían al terruño vivos, enteros y, con suerte, con algo de dinero para mejorar un poco su mísera existencia. Los que se quedaban en el camino solo eran recordados por la familia para, al cabo de unos años, su memoria quedar evaporada junto a la de miles y miles de hombres cuyos nombres no constan en ninguna parte y cuyas osamentas, convertidas en polvo hace siglos, son un claro mensaje de que, en realidad, no somos nada.

Bueno, ya vale por hoy.


Hale, he dicho