lunes, 4 de febrero de 2013

La disciplina en la orden del Temple





La disciplina en las órdenes militares era simple y llanamente férrea. Bajo nuestro prisma actual, algunas de las prohibiciones que se imponían a sus miembros podrían parecernos absurdas o incluso surrealistas pero, como recomiendo siempre, no debemos mirar a estos freires bajo nuestros valores actuales, sino que es obligado ponernos en el contexto de la época. Así pues, antes de entrar en el tema, conviene preguntarnos a qué esa disciplina granítica.

Bernardo de Clairvaux, redactor
de la primera regla del Temple
Ante todo, hay que tener en cuenta que, además de guerreros, eran miembros de una orden religiosa. Las reglas monacales de dichas órdenes eran especialmente severas en lo tocante al rigor de la vida conventual: cumplimiento de oficios, trabajo, etc. Pero precisamente porque también eran guerreros, era necesario además disponer de un sistema disciplinario capaz de meter en cintura a hombres que, tanto por su condición nobiliaria como por su naturaleza belicosa, tenían una tendencia al orgullo y una impetuosidad que había que someter como fuera. O sea, que no hablamos de beatíficos frailes que se pasaban las horas cavando la huerta, copiando manuscritos en el SCRIPTORIVM o flagelándose los lomos para alejar a la lujuria, sino de hombres criados en un ambiente aristocrático, rodeados desde que nacían de criados y sirvientes, y que por su belicosidad innata optaban por ingresar en una orden donde podían dar rienda suelta a la misma. Recordemos que eran los segundones de la nobleza el principal semillero de dichas órdenes, hombres que al quedar fuera de la herencia paterna estaban destinados a la vida religiosa y que, al no asumir el pasar la vida encerrado en un monasterio, elegían las órdenes militares para, además de servir a Dios y a la Iglesia, satisfacer sus tendencias.

Combatiendo con varios enemigos a la vez, una de las
principales obligaciones de un templario
Por otro lado, la necesidad de crear un espíritu de cuerpo era absolutamente imperioso entre unos hombres dedicados a la guerra como principal misión. El prestigio de la orden estaba por encima de todo, y sus miembros debían tener muy claro que cualquier cosa que cuestionase dicho prestigio era responsabilidad de la comunidad. Nada, bajo ningún concepto, podía hacerse que pusiera en entredicho al resto. Debían ser los más puros, los más sufridos, los más combativos, los más valerosos. Y ciertamente lo lograron tanto en cuanto la simple visión de un grupo de freires con sus hábitos blancos enarbolando el Baussant era muchas veces suficiente para hacer huir a sus enemigos sarracenos porque sabían que no tendrían piedad, y que combatirían hasta el último hombre porque, para ellos, morir en combate era alcanzar la palma del martirio.

Capítulo de la orden
Como colofón a éste introito, comentar que la orden del Temple, como ocurría en las demás órdenes militares, la justicia se impartía dentro de la misma, teniendo sus comendadores poder para administrarla conforme a sus reglas y siendo su autoridad y sus sentencias inapelables, estando solo por debajo de la del gran maestre, cuya palabra era ley. Ninguna autoridad secular, monarcas incluidos, podían interferir en sus asuntos. Nadie, salvo el papa, podía cuestionar la autoridad del gran maestre. Eran, por así decirlo, un estado dentro del estado, y su poder económico y militar les permitía gozar de una independencia que nadie se atrevería a poner en tela de juicio. De hecho, las rentas obtenidas en sus tenencias y donadíos, más los botines que capturaban y, en el caso del Temple, sus operaciones financieras, los hizo más ricos que cualquier monarca europeo. Y si a eso sumamos que sus miembros pertenecían a la élite militar de la época que, además, podían aumentar en efectivos contratando mercenarios gracias a sus cuasi inagotables recursos económicos, tenemos unas organizaciones prácticamente intocables... hasta cierto punto, como ya sabemos. Bien, dicho esto, vamos al tema que nos ocupa...

Refectorio del monasterio de Tomar
De entrada, el ocio estaba prácticamente proscrito. No se permitía jugar al ajedrez o a los dados ya que las partidas podían acabar en riñas entre los jugadores. Sólo se permitía, a lo sumo, jugar a la rayuela y a las tabas, pero bajo ningún concepto apostando dinero. La iniciativa propia estaba igualmente vedada. Un templario no podía hacer prácticamente nada sin pedir permiso, desde salir a galopar un rato para desentumecer a su bridón hasta sacar brillo a su equipo militar, estando además prohibido todo lo que supusiera distinguirse del resto como pintar el yelmo o la lanza. Tampoco podían regalar nada a sus escuderos salvo la ropa ya usada por ellos, su maza o las estacas de las tiendas de campaña. Tampoco podían tener dinero propio, prohibición ésta que se llevaba hasta el extremo de que si a un hermano difunto le descubrían algunas monedas en su poder, era expulsado a título póstumo y no podía ser enterrado en los cementerios de la orden. Igualmente les estaba vedado usar espuelas de oro aunque hubiesen sido un regalo y, caso de poder usarlas tras autorizarlo el maestre, debían pintarlas para que no parecieran de oro. Y también, por supuesto, cualquier acto derivado de un ataque de ira como golpear sin motivo a su escudero, a sus caballos, romper objetos, o llegar al extremo de matar a un cristiano en un arrebato de furia.

Castillo de Monzón, sede de la encomienda
del mismo nombre
Tampoco podían cazar, practicar la cetrería, deporte tan de moda entre la nobleza de la época, o disparar con una ballesta a una fiera. Sólo les estaba permitido cazar el león. En lo tocante a la sexualidad, como ya se supondrá, el tema era puntillosamente controlado. Nada de lujuria, nada de relaciones ilícitas, prohibido mirar de frente y besar a una mujer, aunque fuera su propia madre o su hermana y a los sodomitas se les caía el pelo. Tampoco podían pasear, pernoctar fuera de la encomienda o casa más de dos noches sin permiso, salir por la noche por otro sitio que no fuera la puerta, u ocultar enfermedades que pudieran afectar sus tareas. Si un hermano había ingresado en la orden estando casado y ocultándolo, si su mujer lo reclamaba se le castigaba y, a continuación, era obligado a volver con su esposa.

Sigillum de la orden


Y en lo tocante al combate, la cobardía ante el enemigo o retirarse del campo de batalla sin permiso conllevaba los castigos más severos. Sólo podían retirarse los que eran heridos siempre y cuando obtuvieran permiso de su mariscal, y bajo ningún concepto mientras el Baussant ondeara. Y si la enseña se perdía por cualquier motivo, todos debían reagruparse bajo el estandarte de otra orden o de cualquier mesnada cristiana.



Hugo de Payns, fundador de la orden,
recibe la regla de manos de
Bernardo de Clairvaux
En definitiva, todo estaba perfectamente detallado en la regla, siendo incluso motivo de castigo llevar a cabo un trabajo cualquiera sin el permiso preceptivo, o simplemente abrir una carta sin ser autorizado para ello. Lo estricto de su vida llegaba hasta el extremo, no ya de no poder hablar en la mesa, norma habitual en todas las órdenes religiosas, sino incluso ser preferible esperar a que un hermano pidiera de beber por uno mismo, lo que se consideraba aumentaba el sentimiento de hermandad entre todos y preocuparse por el bienestar del compañero. Como vemos, no era precisamente un paraíso la vida de los freires, cuya voluntad era sistemáticamente anulada desde su ingreso en la orden, la cual controlaba todos y cada uno de sus actos las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Nada se podía hacer sin permiso, y si se era merecedor de un castigo debía soportarse con humildad y resignación. ¿Y en qué consistían los castigos? Tras reunirse el capítulo y deliberar sobre la falta, el comendador dictaba su sentencia, la cual era comunicada al freire con una mezcla de paternalismo y severidad a fin de conminarlo a no pecar más. Lógicamente, dependiendo de la falta el castigo variaba.

El más grave era la pérdida de la casa, o sea, la expulsión definitiva e inapelable de la orden. Dicho castigo se aplicaba a los culpables de simonía, violación del secreto del capítulo, asesinar a un cristiano, rebelarse, la herejía, la traición, la cobardía, el hurto y, está de más decirlo, la sodomía. El hurto podía considerarse simplemente ocultar víveres en beneficio propio, o vender un bien de la orden. La sentencia, para mayor humillación, debía ser oída por el culpable de rodillas y en ropa interior, tras lo cual era azotado con una correa (el látigo no era válido para un caballero aunque fuera un golfo) y enviado como penitencia a un monasterio convencional para que se enterase de lo que valía un peine.

Cocinas del monasterio de Tomar
Tras la pérdida de casa estaba la pérdida del hábito, la cual no podía durar más de un año y un día. Durante ese tiempo, además de penitencias semanales, al culpable le estaba vedado comer en la mesa con los demás, por lo que debía hacerlo en el suelo, usando como mantel un extremo de su manto y tres días a la semana debía guardar ayuno, no pudiendo tomar otra cosa que pan y agua. Además, le eran requisadas sus armas, tanto ofensivas como defensivas, pasando a ser un sirviente durante el tiempo que durase el castigo. Las causas del mismo podían ser reñir con un hermano, mantener relaciones sexuales con una mujer, matar o herir a un caballo en un arrebato de cólera, usar prendas que no fueran las cedidas por la orden o matar a un esclavo de la misma, pedir dinero prestado, pernoctar fuera de la casa sin permiso o hacer regalos.

A continuación estaban las penitencias, que podían ser de un día o dos a la semana, en las que el culpable era azotado con una correa ante la comunidad, más tener que llevar a cabo funciones de sirvientes tales como encender el fuego, acarrear bultos, lavar la vajilla o pelar verduras. En ningún momento podían ser objeto de burlas o desprecios por parte de sus hermanos al llevar a cabo estas actividades. Antes al contrario, se las consideraba como una expiación de su falta, que era de lo que debía avergonzarse y no de la pena que se le imponía por ella.

Una vez concluido el castigo, el freire volvía a su actividad normal sin más, no teniéndosele en cuenta la humillación sufrida, la cual debía aceptar de buen grado y sin mostrar en ningún momento disconformidad con la misma. Sólo en determinados casos tenían lugar moratorias, que era cuando el capítulo, por un castigo especialmente severo a causa de una falta muy grave, lo dejaba en suspenso ante el dictamen de la autoridad suprema: el gran maestre.  

Ceremonia de admisión de tres postulantes
Como vemos, quizás habría sido más fácil enumerar lo que sí podían hacer y habríamos acabado antes. Queda además patente que ese halo místico que rodea a la orden se diluye cuando vemos que la vida de estos hombres era básicamente la de autómatas sometidos voluntariamente a la autoridad de sus superiores. No debía ser fácil para hombres jóvenes e impetuosos ver como su voluntad quedaba literalmente anulada, y debía ser un gran ejercicio de autocontrol y de fe someter sus impulsos naturales. La gloria en batalla no era para ellos, era para la orden. Los inmensos botines capturados no podían disfrutarlos ellos, ya que eran entregados al maestre. Sus linajudos nombres eran relegados el olvido cuando traspasaban la puerta de una encomienda y cuando sus cadáveres eran engullidos por la tierra envueltos en sus desgastadas sábanas. Sólo los maestres, algunos comendadores y unos cuantos freires han pasado a la historia, en el caso de los últimos más a causa de haber cometido desmanes que por otra cosa. No era ni fácil ni gloriosa la vida de un monje guerrero.

Bueno, ya seguiremos.

Hale, he dicho

Curiosidades: El ajuar de un templario



Típica imagen procedente del SIGILLVM de la orden en la que aparecen dos caballeros en el mismo caballo. En realidad
solo pretende ser un símbolo de pobreza ya que se les proveía de todos los pencos necesarios para el ejercicio de las armas

Caballero templario
Una de las peculiaridades de las órdenes militares radicaba en que proveían a sus miembros de todo lo necesario para cubrir sus necesidades, tanto en la paz como en la guerra. Las poderosas y acaudaladas órdenes disponían de medios económicos suficientes como para pagar los onerosos equipos militares de la época. En el Temple concretamente, ingresaban tres tipos de aspirantes: los que por su linaje podían ser caballeros, los que por ser de condición plebeya deseaban formar parte de ella y que eran destinados al servicio de los caballeros y a labores domésticas o bien como tropas de infantería o caballería ligera. Eran denominados originariamente sergeants, de dónde proviene el actual grado militar de sargento y, finalmente, los capellanes. Éstos últimos eran en todo similares a los clérigos normales si bien optaban por ingresar en las órdenes militares por dos motivos: bien porque les atraía pertenecer a ellas y participar en la defensa de Tierra Santa, o bien porque por su condición social sabían que jamás pasarían de frailes en un monasterio o de párrocos en un villorrio perdido. Porque, como se puede suponer, ser miembro de una orden militar no solo daba prestigio y un cierto estatus, sino también saber que jamás pasarían necesidades de ningún tipo. Las órdenes militares velaban por el bienestar de sus miembros si bien no debemos olvidar que eran militares sujetos a una orden monástica, por lo que primaba la austeridad en su modo de vida. Con todo, en una época en que el hambre y la miseria eran la tónica habitual, vivir en la sede de una encomienda o una fortaleza entregada en tenencia a una orden y comer tres veces al día era para la mayoría de la población un sueño inalcanzable. Además, si uno andaba listo, podía ir ascendiendo dentro de la misma y llegar a gozar del poder que otorgaba ser un gerifalte en una encomienda, un bailiato o un priorato (cada orden daba un nombre distinto a sus diversas particiones territoriales). En cualquier caso, una cosa si debemos tener clara y es que no debemos pensar que era sólo la ambición lo que podía guiar a estos hombres, o que el afán de medrar era lo que dirigía sus pasos. 

Sergeant del Temple
Hablamos de una época en que la fe y una profunda religiosidad, hoy día casi extintas en nuestra sociedad, eran la tónica dominante, así que debemos ponernos en el contexto de dicha época y dar por sentado que, en la inmensa mayoría de los casos, los que ingresaban en el Temple o cualquier otra orden lo hacía plenamente convencidos de que servían a Dios, y que combatir y morir por la fe cristiana era el mejor servicio que se le podía hacer. Conviene además aclarar una cuestión, y es que todo lo que el neófito recibía no se le daba, sino que se le prestaba, siendo en todo momento responsable de su equipo, del que no debía perder nada ni permitir que se deteriorase bajo pena de sanciones disciplinarias. Sólo determinadas prendas, tras un período de uso, podían ser cedidas por el caballero a su escudero, los cuales no eran miembros de la orden, sino jóvenes contratados por un determinado período de tiempo por cuyo trabajo recibían un estipendio y, lógicamente, el orgullo de haber servido en la orden. Dicho esto, veamos con qué se encontraba el freire recién ingresado en la orden, a cuya casa llegaba literalmente con lo puesto ya que, como en cualquier otra orden monástica normal, al ingresar en ella dejaba atrás todo lo concerniente al siglo. 

Caballero y sergeant. Como salta a la vista, era
imposible confundirlos
Por cierto, antes de proseguir una curiosidad curiosa. Puede que alguno se pregunte por qué los sergeants vestían de otro color. Incluso puede que den por hecho que era simplemente para diferenciarlos de los caballeros de linaje. Bien, es así, pero a medias. Me explico: por lo visto, originariamente, los sergeants vestían de blanco a igual que los caballeros pero, al parecer, algunos de ellos cometieron ciertos desmanes en Tierra Santa, entre ellos practicar la violencia de género como dicen ahora. Para entendernos, la castidad mal sobrellevada fue la causa de que más de uno optara por refocilarse, de buen o mal grado, con las moras y judías que se les ponían a tiro. Obviamente, eso suponía un desdoro para una organización regida por una regla monástica que, además, conllevaba la asunción de los tres votos habituales en el clero: pobreza, castidad y obediencia, por lo que se consideró necesario dejar claro a todo el mundo que los caballeros de la orden observaban escrupulosamente la regla. Por ese motivo, y para impedir que todos los miembros de la orden fueran tachados de golfos y lujuriosos por culpa de los sergeants, se ordenó que estos vistieran hábito marrón o negro y el manto negro. Obviamente pagaron justos por pecadores, pero en aquella época se daba por sentado que el hecho de pertenecer a una clase social superior ya otorgaba una catadura moral más elevada y unos principios éticos y religiosos más sólidos que los de un simple plebeyo, de modo que se curaron en salud y les cambiaron la indumentaria de color para que nadie pudiera pensar que un caballero de la orden hacía cosas cochinas. Y dicho esto, vamos al grano...

VESTUARIO

Fijación de las calzas
al ceñidor
La indumentaria era especialmente cuidada por la orden. Y no por mera presunción, sino porque consideraban que un templario jamás debía ser motivo de burla por ir vestido con una ropa inadecuada, o que le estuviera demasiado grande o pequeña al que la portaba. Así pues, el hermano pañero, encargado de suministrar todo lo tocante al vestuario y ajuar de cama, le hacía entrega al neófito del vestuario que portaría desde su ingreso en la orden hasta el fin de sus días, a cuyo término su equipo retornaría a los almacenes para ser usado por otro miembro. 

- Dos camisas de lino o lana, dependiendo de la zona. Las camisas de la época eran unas prendas que llegaban por debajo de las caderas, con una simple abertura para el cuello que se ajustaba mediante una cinta o un cordón. La ceñían con un cíngulo de lana como símbolo de castidad.
- Dos pares de calzones. Éstos iban sujetos mediante un cordón o un ceñidor a la cintura. Llegaban a las rodillas.
- Dos pares de calzas de burel, un tejido basto y grosero, que se sujetaban al ceñidor de los calzones mediante unas cintas para que no se cayeran.
- Un sayo, prenda holgada que llegaba hasta las rodillas y que se sujetaba con un cinturón. El término proviene del SAGVM que, como recordaremos de una entrada anterior, era el capote que usaba el ejército romano.
- Una pelliza, prenda de abrigo forrada en su interior de piel.
- Una capa, generalmente de lana.
- Dos mantos, uno de invierno y otro de verano. El de invierno iba, al igual que la pelliza, forrado de piel. Se usaban zaleas de oveja por ser una piel que proporcionaba una buena protección, eran baratas y, lo más importante, no eran lujosas. 
- Una túnica con su cíngulo de cuero.
- Dos cofias, una de algodón y otra de fieltro.
- Un par de zapatos.

Caballero vestido con calzas
de malla, perpunte y cofia
A éstas prendas se limitaban el ajuar del caballero templario. Todas eran de color blanco, todas llevaban cosidas la cruz roja de la orden, y en todo momento se buscaba, como se ha dicho, que fueran modestas y austeras, pero que al mismo tiempo quedaran bien sobre el cuerpo de cada cual a fin de no resultar dignas de mofa. Como dato curioso, añadir que debían dormir con la camisa, los calzones, las calzas y los zapatos puestos, y no solo como sacrificio (lo habitual en la época era dormir desnudo), sino para estar en todo momento dispuestos para el combate.

AJUAR DOMÉSTICO

- Una servilleta.
- Un paño de lienzo usado como toalla.
- Dos sábanas
- Un jergón, el cual era relleno de paja.
- Una estameña, tejido de lana de hebra larga usada como manta ligera.
- Una manta gruesa para el invierno, generalmente a rayas blancas y negras, los colores de la orden.
- Un caldero.
- Un cuenco o escudilla de madera.
- Dos copas, una de madera y otra de metal.
- Una cuchara de madera.
- Tres pares de alforjas.

PANOPLIA MILITAR

Capiello de hierro
Obviamente, éste capítulo era el más cuidado de todos. Los miembros de la orden no sólo debían ir adecuadamente vestidos, sino muy bien armados. Y para ello no reparaban en gastos a la hora de equipar a su gente con las mejores armas elaboradas por los mejores herreros. Sus espadas, cotas y yelmos adolecían de cualquier tipo de ornato, pero sus niveles de calidad estaban a la altura de las más afamadas armas de la época. 

Su panoplia se componía de:

- Una loriga completa, formada por camisa, calzas y almófar de malla más el perpunte.
- Una cota de armas blanca con la cruz de la orden cosida en lado izquierdo del pecho.
- Un capacete de hierro o un capiello.
- Un yelmo de cimera o una calota, dependiendo de la época y el lugar ya que cada país tenía sus modas al respecto.
- Una espada y una maza.
- Una lanza.
- Una daga.
- Un cuchillo para cortar pan, el cual era usado también en las comidas diarias en los refectorios de la orden.
- Un cuchillo pequeño, posiblemente un scrama-sax.
- Un escudo.

Bridón de guerra con sus arreos
A eso, añadir:

- Dos bridones de guerra.
- Un palafrén para las marchas.
- Una mula para cargar el equipo.
- Los arreos para los cuatro animales: sillas, cabezales, riendas, etc.
- Un caparazón de tela para los bridones.

A los sergeants que combatían a caballo sólo se les entregaba uno si bien a los que formaban parte de la escolta de un mando militar o del portaestandarte recibían dos pencos para él solito. Todo esto, en la época que nos ocupa (siglo XIII), costaba una verdadera fortuna. Sólo nobles con un nivel económico de cierta relevancia podían costearse un equipo semejante, y muchos de ellos, como ya he comentado en alguna ocasión, jamás podían verse ordenados como caballeros por no poder costeárselos. En cuanto a la duración de cada parte del equipo, el vestuario se solía renovar anualmente, al menos las camisas, las calzas y los calzones. El resto, dependiendo de su estado, era repuesto en caso de necesidad y siempre por cuestiones derivadas del uso. Si alguna pieza del equipo se estropeaba por desidia, la severa disciplina de la orden se encargaría de recordar al descuidado que nada de aquello le pertenecía, y que era su obligación mantenerlo en todo momento en perfecto estado. 

Protegiendo al Beausant en batalla
Con todo, como es lógico, el desgaste del material militar era enorme cuando entraban en acción. Los caballos sobre todo debían ser constantemente renovados, bien por agotamiento de los animales, bien por quedar tullidos o caer muertos en combate. Si, como comenté en una entrada referente al costo del equipo militar de un caballero, un bridón costaba 80 libras cuando un peón ganaba solo dos al año, ya podemos hacernos una idea de los fastuosos ingresos que debía tener la orden para mantener semejante gasto durante décadas y décadas. De ahí que, siendo como eran la élite militar de su época, todos los monarcas europeos no repararon en proporcionarles tierras y tenencias para el mantenimiento de las órdenes militares. Su fanatismo y su ferocidad en combate eran una salvaguarda que nadie rechazaría.

Bueno, ya seguiremos hablando de como vivían estos freires.

Hale, he dicho