jueves, 9 de enero de 2014

Acciones de guerra: la carga de bayonetas



Anzacs australianos en Gallipoli, Turquía, en 1915

Al hilo de la entrada anterior sobre las míticas cargas de caballería y cumpliéndose éste año el primer centenario de la Gran Guerra, no estaría de más hablar de la que sin duda era una de las experiencias más terroríficas del amplio catálogo de espantos que tuvieron que padecer los hombres que lucharon en ese apocalíptico conflicto. Veamos pues...

En entradas anteriores ya se habló con detalle de las armas medievales usadas en los horripilantes combates cuerpo a cuerpo en las trincheras que añadían sus dosis de pesadillas cotidianas al personal. Pero colijo que, sin duda, el preludio de este tipo de combate no le iba a la zaga, o sea, la carga de bayonetas que precedía a la llegada, si es que llegaban, a las trincheras enemigas.

Infantería de línea prusiana
Fue a lo largo de los siglos XVIII y XIX cuando esta acción de guerra tuvo su máxima difusión. En sí, el concepto era de un básico abrumador: una unidad avanzaba por el campo de batalla para llegar al contacto con el enemigo y obligarlo a retroceder. La lentitud y lo engorroso de la recarga de las armas de la época impedía avanzar disparando, por lo que debían soportar las descargas que partían de la línea enemiga hasta llegar al cuerpo a cuerpo. Obviamente, la escasa precisión de los mosquetes de aquellos tiempos no aniquilaban literalmente a los atacantes, que usaban sus armas provistas de largas bayonetas como si fueran lanzas. Uno de estos ataques se traducía en una serie de bajas entre muertos y heridos que quedaban en la tierra de nadie y que eran de muy escasa entidad en comparación con las que se producían durante el cuerpo a cuerpo. La cosa era así de básica.

Batalla de Sadowa (julio de 1866) entre austríacos y
prusianos. El fusil Dreyse usado por estos medía casi
190 cm. de largo armado con la bayoneta
En 1914, el uso táctico de la bayoneta seguía siendo básicamente el mismo que un siglo atrás: armas provistas de una larga hoja de más de 40 cm. armada en un fusil igualmente largo que hacen que la combinación de ambas sea una lanza. Sin embargo, había una diferencia respecto al armamento de apenas unos años antes: la implantación de los fusiles de repetición, el aumento del devastador poder de la artillería y la proliferación de la que sería el arma más mortífera y temida: la ametralladora. De los comienzos de estas armas ya se habló en su momento, por lo que ya tenemos una idea de las escabechinas que podían llevar a cabo en cuestión de minutos; también se ha hablado de los padecimientos de los sufridos combatientes del conflicto en cuestión. Pero aún no se ha mencionado nada sobre el calvario por el que debían pasar cada vez que les ordenaban llevar a cabo un ataque, ambiguo término que escondía uno de los más abrumadores horrores que se pueden imaginar: la conciencia de que el siguiente paso podría ser casi con seguridad el último de su vida debido al empeño por parte de los estados mayores de mantener vigentes tácticas que, a la vista de las nuevas armas, no solo se habían convertido en obsoletas, sino también suicidas. Recreemos paso a paso todo el belicoso Gólgota completo:

Una batería británica en plena preparación artillera
1. La preparación artillera. Era la acción previa al ataque. La artillería propia desencadenaba un verdadero infierno sobre las posiciones enemigas con dos fines: destruir sus alambradas y demás defensas y obligar al enemigo a desalojar sus trincheras para que la infantería pueda ocuparlas una vez terminada la preparación. Suena bastante básico e incluso fácil de llevar a cabo, pero la realidad era muy distinta. Estas preparaciones, que podían durar desde escasos minutos a varios días dependiendo de la envergadura de la ofensiva, no solían por lo general cumplir con las expectativas encomendadas, o sea, ni lograban destruir por completo las defensas enemigas ni expulsarlos de sus trincheras porque solían disponer de buenos refugios para ello. 

Infantería británica calando sus largas bayonetas mod. 1907
Así pues, mientras el fragor de la artillería impide escucharse incluso a uno mismo, las compañías que forman parte de la primera oleada sienten como las tripas se les remueven a consecuencia de la excitación y se orinan encima sin darse ni cuenta. Tienen la boca seca por el miedo y miran constantemente a su oficial, el cual intenta aparentar indiferencia por aquello de la moral aunque, en realidad, le encantaría salir echando leches hacia retaguardia. Mira el reloj porque, en cuanto las manecillas lleguen a la hora H, el fuego de la artillería alargará el tiro para intentar destruir la artillería enemiga a fin de que no comiencen un fuego de barrera que cierre el paso a los atacantes. La infantería tiene caladas las bayonetas y van provistos de armas de circunstancias para el cuerpo a cuerpo, granadas de mano, y ruegan por no verse heridos en tierra de nadie, por salir vivos del brete, por volver enteros a las trincheras propias, por no quedarse ciegos, etc., etc...

La hora de la verdad: hay que salir de las trinchera
2. Comienza el ataque. A la hora H, el artillería alarga el tiro y, en ese momento, los oficiales se llevan su silbato a la boca y pitan denodadamente. Es el momento de salir de la trinchera, lo cual se lleva a cabo con rapidez y precisión ya que hay que aprovechar hasta el último segundo antes de que el enemigo se reponga. Les separan cien o doscientos metros de las posiciones enemigas, pero les parecen cien o doscientos kilómetros. Los oficiales, pistola en mano, salen de la trinchera mientras los suboficiales azuzan al personal para que a nadie se le ocurra quedarse atrás. 

La tierra de nadie, lo más parecido al fin del mundo
Ante ellos tienen un paisaje lunar formado por cientos y cientos de cráteres producidos por la artillería y decenas o centenares de cadáveres de ambos bandos pudriéndose en ellos y que no han podido ser evacuados para recibir sepultura. La infantería galopa torpemente intentando esquivar los cráteres porque caer en uno de ellos puede suponer ser engullido por el fango pútrido acumulado en el fondo y desaparecer para siempre jamás. Por otro lado, deben esquivar las alambradas propias que aún siguen en pie. Hay que darse prisa porque en cualquier momento el enemigo puede reaccionar.

Infantería alemana avanzando entre el fuego enemigo
3. En tierra de nadie. Recorrer ciento cincuenta metros en un campo de deportes es bastante rápido, pero en aquella masa de tierra mortificada se hacen eternos. A pesar de los apremios de los oficiales y suboficiales, apenas han logrado avanzar unas decenas de metros chapoteando entre fango, cadáveres de hombres y algún que otro mulo o caballo. A lo lejos se adivinan las posiciones enemigas que aún permanecen mudas y, más lejos aún, las explosiones de la artillería propia dando caña a la del enemigo. Los infantes avanzan jadeando con una mezcla de miedo y confianza en que lograrán llegar a las trincheras enemigas, pero los milagros no tocaban ese día. 

Ametralladora Maxim alemana en acción
De repente, un fuego graneado comienza a causar alguna que otra baja entre los atacantes. La infantería enemiga ha resistido la preparación artillera, han salido de sus refugios y se disponen a vender caros sus escuálidos pellejos plagados de parásitos. Y a los pocos segundos, el siniestro tableteo de las ametralladoras se suma al fragor artillero y a las descargas de fusilería. Y con las ametralladoras comienza la masacre. Los tiradores de estas máquinas regulan sus elementos de puntería a unos 30 cm. sobre el nivel del suelo. Con ello se persiguen tres cosas: herir a los que corren, matar a los que se tiran cuerpo a tierra e impedir que los componentes de las siguientes oleadas salgan de las trincheras ya que solo con asomar la cabeza caerán muertos o heridos de gravedad.

Infantería australiana avanzando mientras los componentes
de la oleada van cayendo en la tierra de nadie
4. El Apocalipsis. Los infantes entran en una dimensión del verdadero terror cuando ven como sus camaradas caen desplomados por decenas. Así pues, al ya de por sí terrible estruendo se suman los alaridos de los que caen con las rodillas destrozadas por las balas enemigas. Si intentan incorporarse un poco, son nuevamente heridos o son rematados. Gritan pidiendo ayuda, pero sus compañeros lo más que pueden hacer es agarrarlos por el correaje y dejarlos en un cráter a la espera de que los sanitarios puedan acercarse a recogerlos, cosa que sería suicida para ellos en aquel momento. 

Un soldado francés que se quedó en el camino
Así pues, el herido solo puede esperar y berrear como un poseso porque su mísero paquete individual de curas no contiene morfina. Así, metido en un hoyo fangoso y que hiede a cadaverina, contempla como las tripas se le salen, o los huesos de las rodillas asoman astillados por los agujeros, o como una pierna, alcanzada de lleno, no se le separa del cuerpo porque la sostiene los restos del pantalón. Dolor inimaginable, sed, angustia y pánico sin límites al verse solo y aislado en el hoyo mientras sus camaradas avanzan. 

Infantería inglesa cruzando la tierra de nadie
5. En las alambradas enemigas. A duras penas, algunos atacantes van llegando a las alambradas que, a pesar de la preparación artillera, no han sido totalmente destruidas y cierran el paso en algunos sectores. Para abreviar el paso por ellas, algunos soldados transportan escaleras de mano y tablones para lanzarlos sobre la asquerosa maraña de alambre de púas y cruzar lo más rápido posible. Pero los que van llegando son pocos porque es imposible avanzar de forma uniforme debido al escabroso terreno y, para colmo de males, las ametralladoras no cesan de disparar ni un solo instante. Sus servidores arriman munición en cantidad, su pericia les permite recargar en un instante, y si la máquina se recalienta en exceso o se evapora el agua del depósito de refrigeración se mean sobre el cañón y santas pascuas. 

Soldados alemanes caídos en las alambradas
Lo importante es no dejar de disparar y seguir segando vidas. Así pues, los pocos que han logrado llegar indemnes a las alambradas no se han dado ni cuenta de que no solo han palmado multitud de camaradas, sino también el teniente y los sargentos, cuyos cadáveres han quedado más atrás llenos de agujeros. La compañía ha perdido en menos de diez minutos un 75% de sus efectivos, y la fiesta aún no ha terminado a pesar de que el 25% que aún vive no da media vuelta porque serían acusados de cobardía ante el enemigo y tal. Un único sargento está ileso y asume el mando de lo que queda de su unidad, si bien el ascenso de circunstancias le dura poco porque queda atrapado en las alambradas y cuando más se mueve intentando liberarse más se enreda. Una ráfaga de ametralladora lo liquida sin más junto con varios soldados que se disponían a lanzar su rudimentaria pasarela. El 15% restante deciden que ya morirán otro día y ponen pies en polvorosa porque son cuatro gatos y, aunque alcancen la trinchera enemiga, cosa por otro lado imposible, no tienen nada que hacer. Por otro lado, pertenecer a una compañía que ha perdido en un cuarto de hora un 85% de sus efectivos los libra de aparecer como cobardes, así que inician la retirada.

Infantería británica de regreso a sus posiciones tras
un ataque fallido
6. La retirada. Volver a las posiciones de partida no es fácil porque el enemigo considera que dejar de disparar no es de caballeros, sino de cretinos, así que continúan con el fuego de fusilería y las ráfagas de ametralladora. Eso sí, ya les resulta más difícil hacer blanco porque, como los enemigos son menos, se escabullen con más facilidad. Con todo, algunos más caen heridos antes de lograr alcanzar la meta. Los cuatro soldados que se dejan resbalar por la pared de su trinchera jadean como bestias de carga, están bañados en fango, con las manos llenas de cortes y la mirada perdida. Dos de ellos sufren sendos ataques de histeria que les hace aullar como locos y darse cabezazos, pero son curados de forma drástica cuando su comandante les arrea varias leches en plena jeta y los acusa de caguetas y afeminados. Los camilleros miran temerosos al comandante porque les acaba de ordenar que salgan por los heridos que siguen berreando como animales heridos en la tierra de nadie, pero el comandante no se inmuta y repite la orden porque los gritos de esos desgraciados merman la moral del resto que, blancos como sábanas, se tapan disimuladamente las orejas para no escucharlos.

Sanitarios en acción. Muchos eran el blanco predilecto
de los francotiradores enemigos
Hay que salir por los heridos a pesar de que a las ametralladoras enemigas aún les quedan miles de cartuchos por disparar, les dan varias higas las cruces rojas que se ven en sus brazaletes y en los cascos y, para colmo, la artillería enemiga ha iniciado un fuego de barrera que está enterrando vivos a los desgraciados que esperan en los cráteres a que los saquen de allí. De los doce camilleros de la compañía, solo vuelve uno herido en el hígado y entrega la cuchara al cabo de media hora. Por cierto que las bayonetas de los cuatro supervivientes han retornado de la ofensiva limpias, sin una sola mácula de sangre enemiga a pesar de haber dejado a casi 150 hombres en el campo en menos de la escasa media hora que ha durado la fallida ofensiva. 

Bien, creo que ya podemos tener una clara idea de lo enormemente desagradable que era formar parte de un ataque a la bayoneta, ¿no? Como colofón, un par de reflexiones para ver si vamos aprendiendo de nuestros errores y no caemos más en semejantes matanzas.

Si porque un chucho se nos avance con aviesas intenciones nos asalta el miedo, o simplemente por vernos averiados en una carretera solitaria en plena noche, ¿alguien es capaz de imaginar lo que debía sentir un hombre que nada más salir de la trinchera veía caer como bolos a sus compañeros, y que las perspectivas de volver vivo a la trinchera eran las mismas que le toque a uno el Gordo de Navidad?

Si presenciar un accidente de tráfico en el que hay víctimas y solo ver el cadáver de un conductor tapado con una de esas sábanas brillantes ya nos produce una gran desazón, ¿qué debía sentir un hombre que si miraba a su alrededor solo veía cadáveres de compañeros destrozados o heridos aullando como locos?

Y por último: si nos damos un buen tajo con el cuchillo cortando chorizo y nos da repeluco mirar la herida sangrante, ¿qué debía sentir un hombre que tras sentir un golpe en el vientre notaba que se le doblaban las piernas y al mirarse el estómago se veía el paquete intestinal fuera?

Ojalá no tengamos que volver a conocer algo así. Sería de gilipollas tropezar en la misma piedra por enésima vez en nuestra historia.

Hale, he dicho


Fosa común, el destino final de cientos de miles de hombres