sábado, 5 de abril de 2014

¡¡Gas!!




La sola mención de esa palabra de tres letras era suficiente para que una ola de terror se extendiera por todas partes. Silbatos, sirenas, campanas y carracas daban la alarma mientras que el personal sacaba atropelladamente las máscaras antigás de sus fundas antes de que aquella porquería les atacase los pulmones y les arrastrara a una de las peores muertes imaginables.

Pero antes siquiera de que hubiera medios de protección contra una de las más crueles armas creadas por el hombre tuvieron que morir muchos desdichados sin saber siquiera lo que se les venía encima. Esta es pues la historia de como los combatientes de la Gran Guerra aprendieron a conocer el gas venenoso.

Los delegados de los países participantes en
la conferencia de La Haya de 1899
Paradojicamente, y a pesar de la prolífica capacidad del ser humano para idear medios cada vez más eficaces para aniquilar a sus semejantes, al mismo tiempo hemos intentado a lo largo de la historia establecer unas reglas por las que regir de una forma más moral o ética nuestras propias matanzas. A finales del convulso siglo XIX, y como adivinando que el siguiente sería infinitamente peor, una serie de países se reunieron en la ciudad de La Haya a fin de reglamentar los usos bélicos, eliminando determinadas armas que, por su grado de malignidad, se consideraron como que iban más allá de lo que se suponía debía ser una guerra honorable. Dicha convención, celebrada en 1899, prohibía entre otras abominaciones el uso de gases venenosos. Sin embargo, nada más concluir la conferencia ya había países que urdían la forma de esquivar los términos que acababan de firmar poco antes, entre ellos Alemania, Gran Bretaña y Francia, quizás barruntándose el apocalipsis que sobrevendría quince años más tarde.

Así pues, nada más estallar el conflicto se pusieron a estudiar substancias que tuvieran un efecto, si no letal, al menos capaz de dejar fuera de combate a los enemigos. Todos tuvieron la misma ocurrencia: gas lacrimógeno. No mataba, no dejaba a nadie inútil de por vida, pero te dejaba a merced del enemigo para que te volara la tapa de los sesos o te acuchillara bonitamente con su bayoneta mientras que llorabas más que Jeremías. Los primeros en hacer uso de gases lacrimógenos fueron los gabachos, los cuales ya disponían de un cartucho de 25 mm. de calibre cargado con 35 gramos de bromoacetato de etilo, el cual podemos ver en la foto de la derecha, y que ya estaba en uso en manos de la policía de París como arma anti-disturbios. Se disparaba con una carabina de señales. El uso de este material, cuya eficacia además fue más que cuestionable por no decir nula, solo sirvió para abrir la Caja de Pandora y dar pie al uso de las substancias más terroríficas.

Mientras los gabachos intentaban ir un poco más allá intentando fabricar granadas de mano que mejorasen los pobres resultados de una simple arma anti-disturbios, los británicos no se quedaron esperando. A finales del 1914, dos profesores del Imperial College, Herbert Parker y Jocelyn Thorpe, llegaron a probar unas cincuenta substancias diferentes para crear un gas lacrimógeno verdaderamente eficaz. A principios del año siguiente se decantaron por el yodoacetato de etilo el cual fue probado con un sujeto al que se le ofreció un chelín para comprobar sus efectos, resultando al parecer enteramente satisfactorios. 

Metrallero de 105 mm.
Y en cuanto a los tedescos, fueron aún más allá. Hicieron uso de los metralleros de 105 mm., a los que se sustituyeron las bolas por 2,3 litros de clorosulfato de diadisidina. Fueron probados en octubre de 1914 en el sector de Neuve-Chapelle llevando a cabo un bombardeo con 3.000 proyectiles, pero sus efectos se vieron anulados por el trinitrotolueno que hacía estallar la granada que, al parecer, neutralizaba los efectos del gas. A finales de enero de 1915 fue nuevamente probado en el frente ruso, pero el frío hizo licuarse el gas, así que tampoco sirvieron para nada. En la ilustración de la lado podemos ver el metrallero en cuestión. A la derecha aparece con su configuración normal. La carga inferior es la que impulsa la bolas de acero fuera de la carcasa. A la izquierda lo vemos como proyectil de gas. En este caso, la substancia en estado líquido se encuentra en la parte inferior mientras que en la superior se aloja la espoleta y una carga de TNT que fragmenta la carcasa y favorece la expansión del líquido que, al contacto con el aire, se convierte en gas.

Erich von Falkenhayn
A la vista de los pobres resultados obtenidos con los metralleros y ante la escasez de los mismos, el director del Instituto de Física y Química Kaiser Guillermo, el profesor Fritz Habe, convenció al Estado Mayor de que lo más acertado sería liberar el gas directamente desde bombonas de tipo industrial y usando, además del gas lacrimógeno, gas de cloro el cual, según él, no contravenía las normas de la Convención de La Haya. El general von Falkenhayn, jefe del Estado Mayor del ejército imperial, no necesitó demasiados argumentos ya que, al fin y al cabo, fueron sus enemigos franceses los primeros en hacer uso de gases por lo que autorizó a Habe a llevar a cabo las pruebas necesarias con la orden de preparar la que se denominó, no sin cierto sarcasmo, "Operación Desinfección". El lugar elegido fue el saliente de Ypres, en la frontera franco-belga. 


El encargado de poner en marcha los preparativos fue el coronel Otto Peterson el cual, con meticulosidad germánica, organizó una unidad de 500 zapadores que recibió el nombre de Disinfektionstrüppe Peterson, cuyos efectivos fueron posteriormente aumentados a 1.600 hombres a la vista del enorme trabajo que tenían por delante. El ejército encargó 6.000 cilindros con una capacidad para 40 kilos de gas de cloro, y otros 24.000 de 20 kilos, los cuales iban semienterrados en el suelo de las trincheras. Este abrumador trabajo debían realizarlo muchas veces bajo el fuego de la artillería enemiga y, de hecho, la unidad de Peterson sufrió dos muertos producidos por escapes de gas, así como 50 heridos.

El 10 de marzo de 1915 se completó el trabajo: ante el sector del frente ocupado por el XV Cuerpo de Ejército alemán se habían emplazado 5.730 cilindros (1.600 grandes y 4.130 pequeños) que contenían un total de, ojo con la cifra, 160 toneladas de gas de cloro. Pero para lanzar el gas dependían de unas condiciones climatológicas favorables ya que era el viento el encargado de llevar el veneno hasta las líneas enemigas, lo que hizo que el ataque se demorara durante cinco semanas. Por fin, y tras varios aplazamientos, el 22 de abril se presentó el momento. Era un día primaveral con  un clima delicioso, el sol calentaba los maltrechos cuerpos del personal y parecía que la paz reinaba en el mundo. De hecho, en aquel sector del frente reinaba un silencio tan ominoso que los ciudadanos combatientes empezaron a mosquearse ya que los germanos les enviaban a diario su buena ración de metralla. Sin embargo, aquel día no hubo preparación artillera de ningún tipo. 

A las cinco de la tarde, una nube de un color amarillo verdoso de más de seis km. de ancho y unos 800 metros de profundidad empezó a avanzar hacia las posiciones ocupadas por la 87 división territorial francesa y la 45 división colonial argelina, situadas a la izquierda del sector ocupado por tropas canadienses. En pocos minutos, la nube alcanzó de lleno las trincheras sin que el personal se acabara de dar cuenta de lo que se les venía encima. Los canadienses pensaron que se trataba de algún nuevo tipo de pólvora o explosivo ya que, aunque a ellos no les alcanzó de lleno la nube venenosa, notaron sequedad de boca y un sabor amargo que les producía irritación de garganta y tos. Pero se dieron cuenta de que era algo mucho peor cuando los argelinos empezaron a llegar al galope tendido a sus posiciones mientras gritaban aterrorizados "¡Asfixia, asfixia!". La foto de la derecha muestra los chorros de gas, tras los que se ven las tropas alemanas avanzando lentamente esperando que el cloro se disipe para ocupar las posiciones enemigas.

Soldado francés víctima del ataque del 22 de abril
El gas de cloro, más denso que el aire, se iba asentando en el suelo a medida que avanzaba, llenando las trincheras francesas de forma silenciosa. Los gabachos, parapetados como si se defendieran de un ataque artillero normal, empezaron a retorcerse bajo los efectos del gas. Sus cuerpos se pusieron de un extraño color gris verdoso mientras forcejeaban en una terrible agonía intentando aspirar aire inútilmente. Muchos de ellos, como el de la foto, fueron encontrados boca arriba, con los puños cerrados y con la cara y los labios de color azul a consecuencia de la asfixia. 

Aspecto de otra trinchera francesa tras el ataque
Han llegado a nuestros días numerosos testimonios de los que fueron testigos de aquella aberración, pero quizás el que lo dijo de forma más gráfica fue el mayor McNaughton, el cual declaró refiriéndose a los argelinos que pasaron corriendo por las posiciones canadienses que "sus ojos estaban en blanco, y tosían escupiendo literalmente sus pulmones, como si fuese pegamento saliéndoles por la boca. Era algo muy inquietante de ver". Es más que evidente que debió ser inquietante, no te digo... El principal efecto de la aspiración de cloro es un edema de pulmón, lo cual produce una asfixia que tarda varios minutos en acabar con la víctima. Aparte de eso, causa una terrible irritación en los ojos y en la piel. Si no se presta ayuda médica inmediata al afectado, no lo salva ni un milagro. Y, en efecto, eso fue lo que les sucedió a los que vieron venir sobre ellos la venenosa  nube amarillenta aquella apacible tarde primaveral.

El ataque se saldó con 1.400 muertos más unos 4.000 heridos, muchos de los cuales quedaron afectados por una ceguera permanente. Los alemanes no pudieron explotar el éxito de la acción porque, al hacerse de noche, optaron por retirarse por carecer de reservas y, además, quedaban a merced de que cambiara la dirección del viento y fueran ellos mismos víctimas de su propia arma ya que solo iban provistos de una rudimentaria protección: unas gafas y una mascarilla con una compresa de algodón empapada en una solución de tiosulfato de sodio y bicarbonato potásico. Pero lo verdaderamente significativo del ataque con gas de Ypres fue que dio carta blanca a todos los ejércitos en liza, no ya para hacer uso del cloro, sino de todo tipo de substancias venenosas que convirtieron la ya de por sí asquerosa vida de los combatientes en un verdadero infierno.

Hale, he dicho...