jueves, 5 de junio de 2014

Mundo funerario ibero


"La Dama de Baza", escultura  y urna
cineraria ibera datada hacia el siglo IV a.C. 
Los iberos eran unos sujetos temerosos de sus dioses y, como está mandado, creían en una vida ultraterrena en la que sus espíritus estarían mucho mejor que en este perro mundo soportando putadas a todas horas. Buena prueba de ello es la gran cantidad de necrópolis de nuestros ancestros que han aparecido a lo largo y ancho del ancestral pellejo de toro en el que habitaban y que nos ha permitido, además de poder estudiar su panoplia de armas, conocer sus costumbres funerarias.

En el mundo ibero, posiblemente bajo la influencia orientalizante traída por los fenicios que se asentaron en el territorio con fines comerciales, se practicaba la incineración cadavérica. El proceso ritual de las cremaciones ha tenido que ser deducido por el estudio de los restos tanto de las cenizas como del ajuar funerario ya que, por desgracia, la ignota lengua que hablaban nuestros trataratataratatarabuelos aún no ha podido ser descifrada. En todo caso, los estudiosos en la materia sí han sabido leer entre los despojos fúnebres de los que partieron hace ya la torta de siglos al Más Allá para que los del Más Acá podamos tener una idea más o menos clara de sus ritos. Veamos pues...

Una vez que era evidente que el sujeto había fallecido, no fuesen a meter fuego al abuelo cuando aún respiraba, se procedía a vestirlo con sus mejores galas y se depositaba el cadáver sobre una pira previamente preparada. Los iberos no quemaban a sus muertos en el mismo lugar del enterramiento, o sea, la pira no era ubicada sobre un BVSTVM al modo romano sino que se les cremaba en un lugar aparte. Como todas las culturas que creían en la vida ultraterrena, los iberos daban por sentado que al otro mundo había que largarse con sus posesiones más preciadas para hacer uso de las mismas, así que se disponía alrededor de la pira su panoplia de armas, los arreos de su caballo, joyas (fíbulas, anillos, hebillas), objetos de cerámica y se procedía a encender la pira.

Urnas cinerarias iberas
Cuando dicha pira se consumía, los restos tanto de cenizas como de osamentas y carbones eran depositados todos juntos en una urna cineraria en forma de vasija de cerámica decorada con mayor o menor profusión en función del poder adquisitivo de la familia del muerto. La cerámica, como es de todos sabido, permite datar con mucha aproximación cualquier yacimiento en la que haya restos de la misma. Por otro lado, en las necrópolis no solo han aparecido restos de cerámica autóctona, sino también de importación originaria de Grecia o Roma. Al parecer, las cenizas eran introducidas nada más consumirse la pira incluso con carbones aún ardiendo ya que se han observado en el interior de muchas de tumbas endurecimientos en el revoco de barro de las mismas provocados por la temperatura de dichos carbones. Por cierto que los recipientes destinados a ser usados como urna no eran comprados con tal fin, sino que eran vasijas que ya formaban parte del ajuar doméstico y que previamente habían sido usadas para guardar líquidos o grano.

Vaso ibero, siglo II a.C.
Al tiempo que ardía la pira, los asistentes al sepelio celebraban el banquete funerario en honor del muerto. La vajilla utilizada era arrojada a la pira ardiente, así como los restos de comida y las osamentas de los animales consumidos. Ello ha podido ser corroborado por la aparición de enormes cantidades de huesos y fragmentos de vasos que, tras ser debidamente restaurados (los vasos, no los huesos, naturalmente) ha permitido juntar piezas completas que, por los restos evidentes de haber estado bajo la acción del fuego, nos sugiere lo que ya se ha dicho: que el banquete tenía lugar in situ mientras el muerto era devorado por las llamas. Aunque las vajillas usadas en estos ágapes era la habitual de uso diario en los hogares iberos, su mayor o menor calidad también ha permitido calibrar la categoría social del occiso. 

Tras la cremación, la urna era depositada en un hoyo de poca profundidad junto a los objetos del difunto. En el caso de los hombres, se introducía su espada, el puñal, las moharras de las lanzas, etc. Las armas eran generalmente inutilizadas doblando las hojas y el soliferreum era retorcido gracias a la acción del fuego y colocado fuera de la urna. No se sabe con certeza el motivo de este ritual, habiendo teorías diversas respecto al mismo si bien hay dos que son más lógicas: una, que simbolizaba una especie de ruptura con la vida terrenal; y dos, y esta me parece más acertada aunque nada espiritual, que se inutilizaban simplemente para quitar las ganas a los profanadores de tumbas de robar las generalmente costosas armas de los guerreros difuntos aunque, con el tiempo, esta práctica fuera adoptando un matiz también ritual. Pero aparte de armas pasaban a formar parte del ajuar las herramientas del oficio del difunto para que siguiera currando en el Más Allá por si no había tenido bastante en el Más Acá y, en el caso de las mujeres, objetos propios de su sexo en aquellos tiempos: fusayolas (eran pesas de telares), alfileres para el pelo, joyas, anillos, pendientes y cosas así.

Como añadido al ajuar funerario se depositaban vasijas con grano, páteras para libaciones, y demás ofrendas que los familiares pensaban podían serle de utilidad en la otra vida. Un dato extremadamente curioso es que, en un numero de tumbas relativamente frecuente, no ha aparecido ninguna urna con los restos del muerto, sino un pedrusco de generosas dimensiones con su correspondiente ajuar. Se supone que la ausencia de inquilino era debido a que el finado había entregado la cuchara lejos de su poblado, seguramente muerto en alguna acción de guerra, y de ahí la imposibilidad de transportarlo de vuelta a casa. Así pues, cabe pensar que el cadáver sería incinerado en el lugar de su muerte y sus cenizas depositadas allí mismo para, posteriormente realizar las exequias con la familia en el poblado. Ante esta teoría yo, y seguramente más de algunos de los que me leen, nos diremos que, si bien era lógico no cargar con el muerto durante varios días aspirando un aroma ciertamente desagradable, más lógico sería transportar sus cenizas que, aparte de no apestar, pesaban bastante menos. Ante esto, lo único que se me ocurre pensar es que los iberos, gente fiera como pocos, tendrían quizás la costumbre de dejar al muerto en combate en el mismo lugar donde había tenido lugar la batalla. Lo cremarían y enterrarían sus restos allí mismo y se llevarían sus objetos personales y sus armas a casa para, tal como se ha dicho, celebrar unos funerales y depositar su ajuar en compañía del pedrusco. 

En todo caso, ya se depositara en la tumba los restos del finado o un recordatorio pétreo del mismo, era costumbre fabricar un pequeño monumento en forma de túmulo cuadrangular a base de piedras. Y, como suele pasar, en función de la categoría del inquilino dicho túmulo podía ser una simple estructura pétrea o bien un mausoleo como Dios manda en forma de monumento coronado por un animal que, de momento, se ignora qué significado podría tener si bien se piensa que podrían tratarse de bichos benéficos, o sea, una especie de tótem que protegería o representaría al difunto por sus cualidades: toros, leones, aves, etc. Otra opción podría ser el que estos animales fuesen el símbolo de determinados clanes. En todo caso, el nivel de degradación con el que estos monumentos han llegado a nuestros días, prácticamente destruidos en su totalidad, no permiten de momento establecer hipótesis definitivas. Un dato curioso: en la necrópolis de El Cigarralejo apareció en una tumba femenina una tablilla con un conjuro maléfico dedicado a varios de los que se quedaban en este mundo. Parece ser que putearon bonitamente a la difunta, por lo que esta no olvidó, antes de largarse, ordenar que prepararan un maleficio eficaz como venganza. Por cierto que, curiosamente, no se ha encontrado aún nada similar referente a los cuñados de ningún difunto. Añadir que el tamaño de estos mausoleos iba lógicamente en consonancia con la categoría del personaje, y en algunos casos parece ser evidente que se trataba de régulos tribales de gran importancia tanto por la magnificencia del monumento como la riqueza de su ajuar. 

Reconstrucción del monumento
de Pozo Moro (S. VI a.C.). Los restos
del original se encuentran en el
Museo Arqueológico de Madrid
En fin, como hemos podido ver los iberos no eran precisamente una sociedad atrasada o de costumbres bárbaras. Los cuidadosos rituales que seguían con sus muertos, la sacralización del terreno en el que ubicaban sus cementerios y el hecho de diseñar lujosos mausoleos y obras de arte para resaltar el estatus de determinados personajes dejan claro que hablamos de una sociedad compleja, dada al refinamiento y a cuidar hasta el más mínimo detalle cualquiera de sus actos. Digo esto porque es posible que más de uno tenga aún una imagen del guerrero bárbaro y peludo que vivía en una choza asquerosa y vestía con pellejos de animales y, de eso, nada. Es más, la indumentaria de los iberos era en algunos aspectos muy similar a la romana, de modo que conviene alejar prejuicios y estereotipos erróneos.

Bueno, me piro a merendar que ya es hora.

Hale, he dicho



Ajuar funerario compuesto por tres moharras de lanza y dos de sus regatones, guarniciones de una vaina de espada, algo que parece la manija de un escudo, un soliferreum más retorcido que un sacacorchos y, en primer término, una soberbia falcata, el arma que los romanos temían más que a diez cuñados sedientos, hambrientos y con los recibos de la luz sin pagar