martes, 27 de enero de 2015

Cargas de caballería pesada. Las heridas del infante




Según pudimos comprobar ayer, tomar parte en una carga era de lo más emocionante y daba material para, caso de volver a casa vivo y razonablemente entero, tirarse contando batallitas el resto de la vida. Sin embargo, estas acciones de guerra conllevaban unas elevadas probabilidades de no salir del brete en buen estado físico. Ya vimos como quedó la coraza del carabinero Favreau, así que no es difícil imaginar el estado en que quedó el tórax del mismo. Así pues, en esta entrada veremos qué tipos de heridas recibían tanto jinetes como infantes, así como los medios de que disponían para, dentro de lo posible, no acabar en la fosa común o pidiendo limosna en la puerta de una iglesia mostrando muñones asquerosamente recosidos.

En primer lugar, veamos las armas que disponían los jinetes y sus efectos. A la derecha tenemos una espada de caballería de línea española modelo 1768 que nos puede valer como arma genérica ya que en los demás países europeos usaban modelos con las mismas características: hoja larga, robusta y provista de profundas acanaladuras, así como una empuñadura provista de guarniciones generalmente de bronce para proteger la mano. Las hojas de estas espadas, de unos 80-90 cm. de longitud media, eran producidas mediante un proceso de forja que las dotaba de una extraordinaria flexibilidad para impedir roturas en el momento clave. Y en dicha flexibilidad radicaba gran parte de sus temibles efectos.

Porque, a pesar de que podían ser usadas para golpear, el coracero estaba entrenado para herir de punta o, al menos, actuar de esa forma durante el contacto aunque ya metido en la vorágine del combate repartiera estocadas o tajos según pudiera o le conviniera. Observemos la postura del aguerrido jinete de la derecha. El cuerpo está inclinado hacia adelante, lo cual tiene dos cometidos: uno, cargar el peso del cuerpo en la dirección donde se producirá el choque, impidiendo así salir despedido de la silla. Y en segundo lugar, ocultar su cuerpo tras el cuello y la cabeza del caballo, ofreciendo el mínimo blanco posible al fuego de fusilería enemigo. Pero centrémonos en su brazo derecho, en el que vemos la espada asegurada en la muñeca mediante el fiador. El codo está levemente flexionado para, en el momento del contacto, estirarlo en estocada, y mantiene la espada con la hoja paralela al suelo y no perpendicular al mismo como muchos piensan. Esto tiene un motivo, como todo en esta vida.

Y es que aparte de ser una postura más cómoda para el brazo y la muñeca, la cosa es que con la hoja de plano se producía una flexión en la misma en el instante de dar la estocada cuyos efectos podemos ver en el gráfico de la izquierda. De arriba abajo tenemos en primer lugar la espada en el ángulo y posición que tendría en la mano del jinete en los instantes previos al contacto. A continuación vemos el momento en que la punta choca contra el cuerpo del infante el cual, tanto en cuanto está conformado por una masa compacta de músculos, vísceras y huesos, ofrece una resistencia a la penetración la cual se ve aumentada por la ropa, correajes, etc. que cubren el torso. Vemos como la hoja comienza a flexionarse debido a dicha resistencia. A continuación, la hoja se va curvando más a medida que va penetrando en el cuerpo del sujeto que, aunque en el gráfico aparezca muy derechito, obviamente se habrá desplazado un poco hacia atrás y hacia abajo. Tengamos en cuenta que esta secuencia no dura ni un segundo apenas. Finamente, vemos como la espada ha atravesado el cuerpo, alcanzando su máxima flexión y asomando por la espalda por una zona inferior a la que correspondería si la hoja se hubiera mantenido recta. No hay que ser un forense del C.S.I de Miami o siquiera  de Benacazón para imaginar los destrozos que la hoja ha producido en los órganos y vasos sanguíneos del infante en apenas el segundo que dura toda la secuencia de la estocada. 

A la derecha tenemos un gráfico que muestra la prueba de flexión a que se sometían las espadas para la caballería de línea en general en las forjas militares de toda Europa, y siendo el paradigma de todas ellas la Fábrica de Toledo. La hoja, como vemos, era doblada hasta alcanzar un ángulo de 45º, requisito que si no cumplía era motivo para desechar la pieza. Así pues, la estocada de que se valían los coraceros de la época producía como hemos visto una herida que, aunque por fuera no tuviera un aspecto muy aparatoso, por dentro había hecho una verdadera escabechina, y de ahí que cualquier infante prefiriera mil veces ser herido por un sable que producía grandes cortes pero eran menos mortíferos -ojo, no quiero decir que un sablazo fuera una tontería- que las estocadas. Un corte podía arreglarse más o menos, pero una estocada que había perforado un pulmón de lado a lado o el estómago tenía menos solución que el afán de latrocinio de los políticos. Por otro lado, y como ya se comentó en una entrada referente a estos temas, el infante podía detener y/o desviar con más facilidad un tajo ya que era un golpe con una trayectoria más previsible. Pero la estocada no se podía detener, sino solo desviar, y si no se hacía con la destreza y la premura necesarios ya podía uno darse por muerto.


Por otro lado, el golpe de filo no era precisamente adecuado entre la caballería de línea debido a que los infantes enemigos tenían, aunque pase desapercibido, dos importantes elementos de defensa pasiva a su favor y sus espadas, aunque podían herir de filo, estaban diseñadas para hacerlo ante todo de punta. Observemos la ilustración de la izquierda, que corresponde a un infante francés. Da lo mismo la nacionalidad en este caso ya que, cuestiones de colorido y diseño aparte, los uniformes de la época se regían por patrones similares. Si observamos la flecha, vemos que esta señala el capote que se llevaba enrollado sobre la mochila y que sobresale por encima de los hombros. Bien, pues ese rollo compacto de gruesa tela encerada era una magnífica defensa contra los golpes de filo ya que las hojas quedaban embotadas contra el mismo, protegiendo de ese modo los hombros y el cuello. Y para la cabeza, los altos chacós de grueso fieltro, los morriones de pelo, o las mitras al uso en algunas unidades de infantería de la época impedían que un tajo le abriera a uno el cráneo por la mitad. O sea, que los infantes no estaban totalmente indefensos ante unos jinetes cuyas monturas, y eso no podían impedirlo porque no forma parte de la naturaleza del caballo, tienden a esquivar los cuerpos de los infantes porque los consideran obstáculos contra los que no debe chocar. De ahí precisamente el intentar mantener un orden cerrado durante la carga, ya que así los caballos no tenían más opción que arrollar lo que tuvieran delante.

A modo de curiosidad, ahí podemos ver los efectos de
una coz en el cráneo de una ciudadana británica cuyo
caballo se asustó un poco al sobrevolar sobre ellos
un aeroplano cuyo sonido espantó al animal
Estas eran pues las heridas causadas por los jinetes de la caballería pesada con sus elegantes y mortíferas espadas. Obviamente, si alguno tenía que echar mano a sus pistolas ya conocemos sus efectos: un disparo en plena jeta o, caso de quedar el arma descargada, se empuñaba por el cañón y se convertía en una eficaz maza gracias a las guarniciones de bronce con que se solían reforzar las empuñaduras de las mismas. Y habría que mencionar los traumas causados por los caballos en forma de pisotones, impactos contra el pecho de estos animalitos o incluso los bocados que endiñan y que no son cosa baladí, que más de uno volvería a casa medio tullido por haberle caído encima un caballo o por haber sido pateado al caer al suelo herido o simplemente por haber tropezado. Pero que nadie piense que los jinetes se iban de rositas y que podían acuchillar a su sabor a los infantes impunemente ya que también se llevaban lo suyo, pero eso ya lo veremos mañana.

Hale, he dicho

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