martes, 20 de enero de 2015

Jerusalén, 15 de julio de 1099



Puede que más de uno se haya sorprendido alguna vez cuando, escuchando en las noticias los alucinógenos mensajes que los psicóticos paranoicos de al-Qaeda difunden al planeta, estos se refieran a los cristianos en general como "los cruzados". Y, ciertamente, así es como nos siguen considerando a los occidentales: como los descendientes de los belicosos francos que hace ya casi 1000 años les dieron bonitamente estopa a base de bien cuando, en el contexto de la Primera Cruzada, Jerusalén fue tomada y sometida a un baño de sangre como jamás antes se había visto. De hecho, autores tan reputados como Steven Runciman o Amin Maalouf afirman que el odio, o desconfianza o, en definitiva, el motivo por el que le caemos fatal a los musulmanes proviene de tan luctuoso acontecimiento. Esto demuestra pues dos cosas: una, que los moros tienen una memoria de elefante. Y dos, que si en mil años no lo han olvidado, en otros mil que transcurran tampoco lo olvidarán, por lo que me temo que jamás habrá paz en el mundo.

En cualquier caso, no pretendo ni justificar a unos ni exculpar a otros. Simplemente me limitaré a exponer los hechos que tuvieron lugar en julio del año de 1099, y que cada cual piense lo que le parezca, amén de los amenes.

ANTECEDENTES


El ejército cruzado avista Jerusalén el 7 de junio de 1099 e inician inmediatamente el cerco a la ciudad. Los caudillos principales son: Godofredo de Bouillon, duque de Lorena; Raimundo de Saint-Gilles, IV conde de Tolosa; Tancredo de Hauteville, un noble normando sobrino del fiero Bohemundo de Tarento; Roberto, II duque Normandía y, finalmente, Roberto, II conde de Flandes. El ejército lo conforman entre diez y doce mil peones, unos 1.200 ó 1.300 caballeros y un número indeterminado de mujeres, críos y viejos que acompañaban al ejército que, aunque obviamente no combatían, al menos valían para labores de tipo logístico. Se encuentran en una delicada situación que les obliga a actuar contra reloj ya que tienen dos factores importantes en su contra: uno, la escasez de agua que les obliga a tener que buscarla en los escasos manantiales de la zona, así como en la llamada Piscina de Siloé, situada al sur de la población y constantemente vigilada por hombres de la guarnición. Todos los sitios donde hay agua están controlados por la guarnición de la ciudad, que tiende constantes celadas a los sedientos cruzados o bien envenenan los pozos que no pueden vigilar. Y dos, se tiene noticia de que un ejército de auxilio ha salido de Egipto para expulsar a los cruzados y quitarles las ganas de volver por allí. El calor es sofocante en pleno verano, y a diario los sitiadores sufren un constante chorreo de bajas tanto en entre el personal como entre los animales que acompañan a la hueste. Mientras tanto, Jerusalén se encuentra perfectamente pertrechada para soportar el cerco tanto con víveres como con agua abundante que mana de multitud de fuentes. La guarnición de Jerusalén, al mando de Iftikhar al-Dawla, está compuesta por un número indeterminado de efectivos que, aunque cuantiosos, no son suficientes para cubrir todo el perímetro de la muralla. Además de árabes, la nutren sudaneses y nubios. Como medida preventiva, Iftikhar manda expulsar a los cristianos que habitan en la ciudad por razones obvias, ya que sería de locos permitirles seguir dentro de la misma y ver como se levantaban en armas para ayudar a los sitiadores. 

PRELIMINARES


La presencia del clero junto a la tropas fue determinante cuando la moral
de los combatientes se desplomaba a causa de las privaciones y las derrotas
El 13 de junio, los cruzados intentan un primer asalto instigados por un ermitaño que, el día anterior, les había rogado que iniciasen el ataque al día siguiente, asegurando a los caudillos cruzados que si tenían verdadera fe alcanzarían la victoria. En aquella época, un pelagatos mugriento y lleno de piojos se te aparecía en un camino y te soltaba una parrafada semejante, y rápidamente se corría como la pólvora que un enviado celestial había venido a avisar a los fieles de que la victoria era segura. Pero en este caso, el supuesto enviado debía ser uno de los muchos santones medio pirados que pululaban por allí porque el ataque fue un fiasco. Carentes de material para culminar con éxito la jornada, hasta les faltaban escalas para poder llevar a cabo un asalto masivo que pudiera desbordar a la guarnición. Tras varias horas de lucha, el resultado fue guarnición-1, cruzados-0.


El fallido asalto del 13 de junio según Guillermo de Tiro (c. 1460)
Los caudillos cruzados tomaron buena nota del repaso que les metieron los defensores de Jerusalén, así que decidieron en consejo de guerra que, aunque se les apareciera toda la corte celestial, no volverían a intentar nada hasta que dispusieran de ingenios y maquinas para llevar a cabo un asalto con verdaderas probabilidades de éxito. Dios nuestro Señor también tomó nota, así que propició que el 17 de ese mismo mes de junio arribara en el puerto de Jaffa una flota formada por dos naves genovesas y cuatro inglesas provistas no solo de víveres, sino de herramientas y útiles necesarios para la fabricación de las tan necesarias máquinas. La madera tuvo que ser obtenida a base de enviar grupos de merodeadores a kilómetros de distancia ya que la Ciudad Santa sería muy santa, pero con menos arboleda que la Antártida. Finalmente, un grupo al mando de Tancredo de Hauteville y Roberto de Flandes lograron hacer el acopio suficiente, siendo posible por otro lado que también hicieran uso de las naves venidas en su ayuda las cuales, debido a la aparición de una flota egipcia que bloqueó el puerto de Jaffa, tuvieron que ser abandonadas. Ya provistos de los materiales necesarios, se comienza la fabricación de escalas, máquinas de lanzamiento como fundíbulos, balistas, etc., y de tres torres de asalto, estas últimas fuera de la vista de los sitiados a fin de sorprenderlos y que no tuvieran previsto nada para contrarrestarlas. Los encargados de su construcción fueron Gastón de Bearne, Guillermo Ricou y Guillermo Embriaco. 

PREPARATIVOS


El obispo Adhémar en plena batalla con su mitra
cubriendo el yelmo. No debe causar pasmo esta
imagen ya que el alto clero de la época combatía
como señores seculares que eran.
La fabricación de las máquinas avanzaba lentamente. La sed y el calor apenas dejaban trabajar al personal mientras que los moros, bien provistos de todo, contaban las horas que faltan para avistar el ejército de auxilio y poder machacar bonitamente a los invasores. La moral de los cruzados era a esas alturas similar a la de un político al que le quitan el aforamiento, los dineros trincados y la poltrona. Así pues, un nuevo visionario hizo acto de presencia para animar el cotarro. Se trataba de un tal Pedro Desiderio, el cual afeaba a los cruzados su falta de fe, su egoísmo y les anunció que se le había aparecido Adhémar de Monteil, obispo de Puy y líder espiritual de la expedición, el cual había estirado la pata el 1 de agosto del año anterior de algún tipo de fiebre infecciosa sin poder ver como la Ciudad Santa era arrebatada a los malvados sarracenos enemigos de Dios y de la Verdadera Fe. El tal Desiderio proclamó que Adhémar les ordenaba guardar ayuno durante tres días, y que, descalzos y humillados, partieran en solemne procesión alrededor de la ciudad todos y cada uno de los miembros de la hueste. Les aseguraba que, de cumplir con esta penitencia, antes de nueve días la población sería de ellos. 


Culminando los preparativos para el asalto final
Cabe suponer que lo del ayuno no sería muy sufrido de llevar a cabo porque, a aquellas alturas del asedio, las provisiones escaseaban que era una cosa mala. En cuanto a la procesión, tras los tres días de hambre obligatoria exigidos por el fantasma de Adhémar, la llevaron a cabo con todo recogimiento y fervor ante la rechifla de la guarnición, que se descojonaban viendo a sus enemigos dar vueltas alrededor de la muralla mientras que una tropa de curas que encabezaba la procesión dirigían los rezos y cánticos. Tras el paseo, Pedro el Ermitaño y los mejores picos de oro que acompañaban a los cruzados les largaron sucesivas prédicas en el Monte de los Olivos con tanto fervor que, enardecidos y con vigor renovado, todo el personal se puso manos a la obra para culminar los preparativos. Así, mientras que los hombres terminaban las máquinas, las mujeres y los viejos procuraban abastecer de agua al ejército, así como de las pieles crudas necesarias para cubrir las torres de asalto para que no ardieran como teas a las primeras de cambio. 

Tanto empeño pusieron en el trabajo que el día 10 quedaron terminadas las tres torres. Una de ellas sería emplazada en el sector ocupado por las tropas de Godofredo de Bouillon, al norte de la ciudad. Otra al sur, en la zona donde operaba la hueste de Raimundo de Saint-Gilles. La tercera, de menor tamaño, fue emplazada en el ángulo nordeste de la muralla, junto a la gente de Roberto de Normandía. El asalto se iniciaría durante la noche del 13 al 14 de julio. Mientras tanto, Iftikhar había emplazado cinco fundíbulos en el sector norte y nueve en el sur sin tener aún noticia de la existencia de las torres. Con todo, nada más ver aparecer las máquinas ordenó bombardearlas sin descanso a base de nafta, si bien las pieles crudas de bueyes y camellos que las cubrían las protegieron de la virulencia del fuego.

EL ASALTO


De forma previa al avance de las torres era necesario rellenar los fosos, lo que se iniciaría durante la noche del miércoles día 13 para que, protegidos por la oscuridad, los encargados de ir cegando dichos fosos pudieran actuar con la mayor impunidad posible. Aunque no se menciona en las crónicas, cabe suponer que lo hicieron protegidos por manteletes. Aquel día la luna entraba en cuarto menguante y la claridad no sería excesiva si bien el riesgo debía ser notable tanto en cuanto se ofreció a los hombres un denario de plata por cada tres acarreos de tierra de relleno. Fue necesario invertir toda la noche del 13 y gran parte del día 14 para poder cegar los tramos de foso hasta que pudieran rodar sobre ellos las torres de asalto. Mientras tanto, los fundíbulos de los sitiados y las máquinas de los sitiadores se enzarzaron en un intercambio de flechas incendiarias,  bolaños, pellas ardientes y potes con brea y nafta que duró todo el día. 


Jueves, 14 de julio. Comienza el asalto
El plan de ataque era bastante básico, conforme a los cánones de la época. La estrategia a seguir no consistía más que en iniciar un ataque de diversión con la torre emplazada en el ángulo nordeste a fin de desconcertar a la guarnición y que no supieran hacia donde desplazar sus fuerzas. A continuación comenzaría un asalto de forma simultánea en los sectores norte y sur, al mando de Godofredo de Bouillon y Saint-Gilles respectivamente. Al atardecer del día 14, la torre emplazada en el sector sur logró por fin alcanzar la muralla pero sin poder lanzar la sambuca por la fiera resistencia de los defensores que, comandados por el mismo Iftikhar, hostigaban la máquina sin descanso. La torre del sector norte alcanzó la muralla al día siguiente pero, al igual que la de Saint-Gilles, no pudo de momento comenzar el asalto. Finalmente, hacia mediodía, la sambuca de la torre del duque de Lorena fue abatida sobre el parapeto, comenzando a vomitar asaltantes hacia el adarve mientras se desgañitaban berreando "Deus lo vult!" (¡Dios lo quiere!), frase épica que lanzó el papa Urbano II cuando predicó la cruzada en el Concilio de Clermont y que se convirtió en el grito de guerra de los cruzados. Según el GESTA FRANCORVM, los primeros en alcanzar el adarve fueron dos hermanos de origen flamenco que servían en la hueste del duque de Lorena, Lethold y Engilbert de Tournai los cuales, aprovechando que los proyectiles lanzados desde la torre habían logrado desalojar de defensores el adarve, vieron que era el momento clave para introducirse en la ciudad.


La ciudadela de Jerusalén, llamada Torre de David
o Mihrab Da'ud
Tras los hermanos de Tournai asaltaron el adarve el duque de Lorena seguido de su hermano Balduino, de Eustaquio, III conde de Boulogne, el conde de Flandes y otra serie de caballeros. Al quedar ese sector de la muralla libre de defensores, los atacantes que aún aguardaban fuera del recinto lanzaron escalas inmediatamente sin que nadie pudiera detenerlos, mientras que los que ya habían entrado intentaban abrir la Puerta de Damasco para facilitar el acceso al resto de sus compañeros. Al sur de la ciudad Saint-Gilles lograba acabar con la resistencia Iftihkar, el cual se retiró a la ciudadela y, tras ver que la defensa era imposible, optó por ofrecer a Saint-Gilles un fuerte rescate por su persona y los restos de su guardia personal, lo que fue aceptado sin dudar por el franco, que le venía de perlas la pasta para amortizar los gastos. Saint-Gilles ocupó la ciudadela tras lo cual permitió al ya ex-gobernador de la ciudad largarse de allí junto con su gente camino de Ascalón. No se pringó mucho el tal Iftikhar. Así pues, al atardecer del viernes día 15 las cosas estaban así: los defensores del lado norte de la ciudad habían salido en desbandada hacia la Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa a fin de intentar proseguir allí la resistencia, pero las tropas de Tancredo de Hauteville les cerraron el paso. Por otro lado, la población aterrorizada no sabía qué hacer mientras que las calles se llenaban de cruzados que comenzaban el saqueo por su cuenta, entrando en las casas y matando a los vecinos sin más. Saint-Gilles, que entró por el barrio judío, optó por empezar a hacer cautivos y a pedir rescates a todo aquel que pudiera pagarlo. El último reducto defensivo lo mantuvo la guarnición ubicada en el Monte Sión, al suroeste de la ciudad, pero su resistencia fue inútil. Raimundo d'Aguilers señaló que los más afortunados fueron acabados a flechazos o decapitados, mientras que otros se llevaron la peor parte y fueron quemados vivos.  El pánico se adueñó de todos los habitantes y de los defensores que aún quedaban dispersos en Jerusalén, y con el pánico llegó el colapso final. De hecho, según las crónicas cristianas los únicos musulmanes que salieron vivos de la ciudad fueron Iftikhar y sus guardias.

LA MATANZA

Grabado de Gustavo Doré representando
la entrada en Jerusalén de Godofredo de
Bouillon al frente de sus tropas
Mientras caía la tarde, todos los habitantes de Jerusalén, incluyendo a los defensores que intentaban pasar desapercibidos mezclándose entre la población, intentaban llegar a Haram es-Sherif, el llamado Monte del Templo donde se erguía la Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa dando por sentado que los cruzados no se atreverían a cometer desmanes en suelo sagrado. Pero a los cruzados les daba una soberana higa la santidad del suelo, y se había apoderado de todos una furia homicida. Ansiosos de venganza, quizás por las penalidades sufridas durante el asedio que, al cabo, apenas duró cinco semanas, quizás por el odio que los clérigos habían insuflado en sus ánimos durante sus prédicas contra los infieles, quizás por una mezcla de ambas cosas con el añadido del afán de saquear hasta los clavos de las puertas, la cosa es que las tropas victoriosas ni siquiera acataban las órdenes de sus jefes y se zambulleron en una vorágine de muerte y destrucción inimaginable. 


Por ejemplo, el primero en ocupar el Monte del Templo, Tancredo de Hauteville, puso bajo su protección a los aterrorizados civiles que se encontró allí a cambio de un rescate. Para señalar a los demás que había obtenido la rendición de los ocupantes de la zona mandó izar su bandera, lo que importó a sus enloquecidos conmilitones un rábano porque, ante las barbas y el monumental cabreo de Tancredo por ver que no se respetaban los usos de la guerra,  entraron a saco en la zona matando a diestro y siniestro. Durante el resto de la tarde y toda la noche prosiguió la matanza por toda la ciudad, librándose de momento los que se habían encerrado en la mezquita de al-Aqsa. Pero eso no les iba a salvar de la furia de los francos. Al día siguiente, sábado 16, los cruzados treparon por los muros de la mezquita y se cebaron de forma indiscriminada con todos sus ocupantes sin reparar en sexo o edad, no librándose de la masacre ni los críos de pecho. Algunos intentaban huir de la quema como vemos en el grabado superior, descolgándose hacia el exterior del recinto, pero ni aún así pudieron huir de la muerte. Todos los ocupantes de la mezquita fueron exterminados sin piedad. Objeto de especial saña fueron los clérigos musulmanes. Según el cronista árabe Ibn al-Athir, "...los francos masacraron a más de 70.000 personas, incluyendo un gran número de imanes y estudiosos musulmanes, hombres devotos y ascéticos que habían abandonado sus hogares para vivir en una piadosa reclusión en los Santos Lugares". 


Los judíos tampoco escaparon de la saña bíblica de los francos. Primero, por ser considerados por la Iglesia como culpables de la muerte de Jesucristo. Y segundo, porque los asaltantes dieron por sentado que habían colaborado en la defensa de la ciudad. Así pues, los cruzados entraron a saco en el barrio judío llevando a cabo todo tipo de violencias y saqueos. Los que pudieron escapar de sus casas a tiempo se refugiaron en la sinagoga principal de la ciudad, pero eso solo les sirvió para verse abocados a un destino aún peor ya que los francos metieron fuego al edificio y quemaron vivos a todos los que estaban dentro de la sinagoga. La matanza duró todo el día 16, siendo la escabechina de tal envergadura que, según el GESTA FRANCORVM, en el interior de la mezquita de al-Aqsa la sangre llegaba a la altura de los tobillos. Raimundo d'Aguilers aumenta los niveles de hemoglobina señalando en su crónica que alcanzaba la altura de las rodillas, y que los cruzados tenían que caminar esquivando los cuerpos, cabezas y miembros de los muertos. En todo caso, lo que sí es cierto es que no se tenía noticia de una matanza similar en la historia, y que en apenas día y medio los cruzados habían convertido la populosa urbe en un inmenso cementerio que, debido al calor, al amanecer del domingo 17 emanaba un hedor a cadaverina insoportable.

EL DÍA DESPUÉS


Los restos mortales del personal fueron sacados de la ciudad a fin de prevenir una segura epidemia si se quedaban allí más tiempo. Según algunas fuentes, encargaron de la espantosa tarea a unos judíos que, comprando sus vidas con oro contante y sonante, habían logrado salir vivos de aquel infierno. Otras fuentes señalan que fueron algunos musulmanes que lograron sobrevivir no se sabe como. Otras, en fin, que fueron los mismos cruzados los que sacaron los restos como acto de penitencia. Sea como fuere, amontonaron los cuerpos ante las puertas de la ciudad formando pirámides tan grandes como casas, tras lo cual se les prendió fuego. Mientras los francos llevaban a cabo una piadosa procesión en acción de gracias hasta la iglesia del Santo Sepulcro, enclavada en el barrio cristiano, la noticia de la matanza se extendió por todas partes, causando una profunda impresión en el mundo musulmán. Según el cronista Alí Ibn al-Athir, algunos fugitivos lograron llegar a Bagdad, donde dieron cumplida cuenta de los hechos a los ministros del califa al-Mustazhir los cuales, ante semejante relato, acabaron llorando a moco tendido. Y como atención a las penurias y horrores que habían sufrido, se les permitió romper el ayuno ya que estaban en pleno Ramadán. 

Y tan profunda huella dejó la matanza que, como comentaba al principio, el Islam jamás la olvidó, y fue desde entonces el obstáculo insalvable en todo intento de acercamiento entre ambas culturas. Incluso la permisividad de los emires hacia los cristianos se olvidó para siempre -recordemos que en Jerusalén había un barrio cristiano que ocupaba una cuarta parte de la ciudad- y ya no hubo lugar para el entendimiento, teniendo como único objetivo la expulsión de los cruzados de Palestina. Y, lo que es peor, el fanatismo se acrecentó por ambas partes como la pescadilla que se muerde la cola, y así llevamos desde aquellos lejanos días a causa de las ansias homicidas de los francos y lo que te rondaré morena, porque eso del buen rollito entre ambas culturas y religiones y la paz en el mundo no lo verán nuestros ojos. 

En fin, así fue la historia.
El ejército cruzado avista Jerusalén el 7 de junio de 1099. No podían imaginar los pobladores de la Ciudad
Santa el infierno en vida que les esperaba apenas cinco semanas más tarde


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