sábado, 28 de noviembre de 2015

Fabricando pólvora en la Edad Media II


Balanzas y juego de pesas, imprescindibles para obtener las proporciones
exactas de cada componente antes de iniciar el proceso de elaboración.
Bueno, prosigamos. Ayer ya estudiamos con detalle los pormenores sobre la obtención del principal componente de la pólvora, el ignoto salitre que había que elaborar artificialmente ante la carencia de yacimientos naturales del mismo. Por cierto que, a modo de curiosidad y antes de comenzar, fue la Compañía de las Indias Orientales la que, a lo largo del siglo XVIII, se hizo con un 70% de la producción del salitre del mundo gracias al que se obtenía en determinadas zonas de China y la India. De hecho, las necesidades de pólvora solo para suministrar al ejército y la armada británicos de aquella época superaban las 1.600 Tm. al año, así que ya podemos hacernos una idea de la capacidad de producción de aquella fábricas considerando que el proceso para la obtención de este producto era artesanal y no precisamente breve. Bien, dicho esto vamos al grano.

Una vez pesadas las cantidades de azufre, carbón y salitre, estas debían ser molidas todas juntas a fin de obtener una mezcla lo más homogénea posible. Para ello se recurría a diversos tipos de molinos, uno de los cuales podemos ver en el grabado de la derecha. En la escena, el maestro artillero vigila a sus operarios, los cuales manipulan unas vigas que, para facilitar su manejo, ascienden mediante la tensión ejercida por un larguero de madera elástica. De ese modo, los currantes solo tenían que tirar hacia abajo ya que, de lo contrario, en pocos minutos acabarían agotados teniendo que levantar esas pesadas majas constantemente. Encima del maestro se ve un reloj de arena para controlar los tiempos de molienda, los cuales eran muy importantes porque solo de esa forma se podía tener una clara idea del nivel de homogeneidad del producto final. Hay que tener en cuenta que el carbón lo teñía de inmediato de negro, por lo que no era posible diferenciar a simple vista si la mezcla estaba bien repartida o no. Al parecer, para lograr un acabado perfecto se requerían nada menos que 24 horas de molienda, tras las cuales se consideraba como terminado el proceso de fabricación. 

Molino similar al anterior. Este fue el sistema más
difundido hasta la aparición de molinos mecánicos.
No obstante, la apariencia de la pólvora tras dicho proceso fue variando a lo largo del tiempo ya que, como vimos ayer, mientras que en el siglo XIV se usaba el mismo tipo para todo, a medida que aumentó la diversidad de armas de fuego se hizo necesario usar un tipo de pólvora diferente para cada una de ellas. En todo caso, y a modo de ejemplo, en el siglo XV se consideraba que el producto terminado debía ser "fino como la arena y suave como la harina". Por otro lado, la molienda entrañaba graves peligros para la integridad física del personal. De entrada, era imprescindible emplear materiales no pudieran generar chispas durante el golpeteo, por lo que se recurría al bronce en el caso de las majas y a la madera, la piedra o también el bronce para los recipientes que actuaban como morteros. Se podía usar metal contra madera o viceversa, o bien madera contra piedra; pero no metal contra piedra, por ejemplo. El hierro podría usarse contra madera, pero no contra piedra, ni piedra contra piedra, así que había que andar listo si no quería uno iniciar el Gran Viaje Final como Elías, envuelto en llamas pero sin carro de fuego.

Tortas de molino
Este peligro latente iba más allá de la posibilidad de que una chispa surgida del mortero prendiese a la mezcla ya que la molienda producía una finísima nube de polvo aún más inflamable. Este polvo flotaba libremente por todo el taller, pudiendo ir a parar a un candil o cualquier fuente de calor que lo prendiese, transmitiendo el fuego a la pólvora contenida en los mismos morteros o la ya terminada que no estuviera en recipientes cerrados, pudiendo producir un verdadero cataclismo. Imaginemos los efectos de la explosión de varios quintales de pólvora, capaces de hacer volar literalmente por los aires el edificio entero con todos sus ocupantes dentro convertidos en comida para gatos. De ahí que se optase finalmente por humedecer la mezcla, para lo cual se usaba aguardiente o incluso orina, preferentemente de bebedores de vino y, dentro del gremio de etílicos, de los obispos (no es coña). Igual pensaban que sus beatíficas meadas eran de más calidad. 

Dos operarios en plena molienda. Al fondo se pueden
ver dos tortas de molino puestas a secar al sol.
En todo caso, de ese modo se evitaba la formación del peligroso polvo flotante, dando lugar a las denominadas tortas de molino las cuales, al secarse, daban lugar a una masa dura del tamaño y aspecto de una hogaza de pan, o bien formando bolas a modo de albóndigas. Esto no solo convertía el producto final en un material más seguro de manipular, sino que facilitaba su almacenamiento, transporte e incluso disminuía su capacidad higroscópica. Sin embargo, un nuevo problema surgía cuando esta pólvora endurecida era llevada al campo de batalla, ya que había que desmenuzarla previamente a su uso. El resultado era una pólvora granulada mucho más potente que la fina y suave mezcla obtenida inicialmente en los molinos, por lo que los maestros artilleros llegaron a la conclusión de que había que reducir la cantidad de salitre para compensar el notable aumento de potencia, por lo general de un 30%. Pero la solución no estaba solo en reducir el porcentaje de salitre, sino en uniformizar el grano. ¿Por qué? Pues muy fácil...

Cajón con cernidor
Al triturar las bolas o tortas de molino, obviamente no se producía un polvo uniforme. Ni los medios ni el tiempo disponible en el campo de batalla daban para otra cosa que romper y fragmentar en lo posible el material, lo que daba como resultado una masa informe de granos de todo tipo. De ahí que los granos pequeños aumentaran la velocidad de ignición y, con ello, de la presión en recámara, provocando no pocas explosiones fatales en las bocas de fuego. Así pues, y como de tontos no tenían un pelo, se dieron cuenta que la solución estaba en cernir la pólvora por gradaciones, usando la más gruesa para los cañones y así sucesivamente hasta dejar la más fina para las armas cortas o el cebado. Además, este sistema permitió aminorar la cantidad de pólvora necesaria para obtener las mismas prestaciones. A modo de ejemplo: para disparar una bala de unos 20 kilos era necesaria una carga de 15 kilos de pólvora a la antigua usanza, mientras que usando el grano adecuado solo se requerían 8 kilos, o sea, casi la mitad. Esto, unido a las cada vez más depuradas técnicas para refinar los ingredientes que se comentaron en la entrada anterior, hizo que el manejo de la pólvora fuera cada vez más seguro y se mejorase notablemente su eficacia con el paso del tiempo. 

Jacobo II, apodado Cara Ardiente, palmó con
solo 29 años por su afición a la artillería
En fin, este era, grosso modo, el proceso de elaboración de la pólvora durante la baja Edad Media y el Renacimiento. Como hemos visto, la cosa no era ni remotamente tan fácil como coger tres puñados de azufre, salitre y carbón y triturarlos sin más. De hecho, la manipulación de la pólvora sigue siendo actualmente muy peligrosa, y en las fábricas de artículos pirotécnicos, donde se sigue usando pólvora negra, no se permite legalmente ningún tipo de instalación eléctrica, por lo que los operarios tienen que trabajar solo con luz del día; con todo, no es raro tener noticia de que en cualquiera de ellas ha tenido lugar una explosión que ha matado o malherido a uno o varios de sus currantes. Y, a modo de curiosidad histórica, ni siquiera los monarcas se libraban de estos accidentes. El ejemplo en este caso sería Jacobo II de Escocia el cual, durante el asedio al castillo de Roxburgh en agosto de 1460, fue víctima de la explosión de una bombarda llamada León. Un fragmento de la misma le penetró en el muslo, seccionándole la femoral y entregando la cuchara allí mismo porque se vació en un periquete.

Bueno, ya está. Como imagen de cierre dejo un par de ejemplos de molinos mecánicos del siglo XVI que, obviamente, facilitaban el agotador trabajo de moler a mano y, además, disminuían de forma notable el tiempo necesario para obtener la pólvora.

Hale, he dicho




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